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Solo con fines ilustrativos.
No debería haber leído su diario, pero peor aún, no había visto las señales de su lucha. Nuestra lucha de repente se vio diferente: no se trataba del asunto trivial que la desencadenó, sino de emociones que había reprimido durante demasiado tiempo. Mientras estaba preocupada por mi propio estrés, no había captado las señales de que necesitaba algo más que silencio y paciencia. Necesitaba que yo lo viera de verdad.
Esa noche, cuando regresó a casa, no esperé las palabras. Lo abracé y le confesé lo que había hecho. Me preparé para la ira, pero en cambio, su compostura se quebró y se le escaparon las lágrimas. Durante horas nos sentamos juntos, hablando finalmente con sinceridad: sobre su dolor, sobre mis puntos ciegos, sobre la distancia que, sin darnos cuenta, habíamos construido entre nosotros.
Lo que empezó como uno de nuestros peores momentos se transformó en un punto de inflexión. Desde entonces, nos prometimos que nunca más permitiríamos que el dolor no expresado construyera muros entre nosotros. Porque a veces, no es la evasión lo que salva un matrimonio, sino la valentía de afrontar la verdad juntos. Y en esa verdad, encontramos una cercanía más profunda de la que jamás habíamos conocido.
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