Un adinerado empresario detiene su coche en la nieve. La ropa andrajosa del niño lo dejó congelado…

La nieve caía espesa desde arriba, cubriendo el parque con densas capas blancas.
Los árboles permanecían en silencio. Los columpios del parque se movían ligeramente con el viento gélido, pero ningún niño acudía a usarlos. Todo el parque parecía abandonado y solitario.

A través de la nieve que se arremolinaba, apareció un niño pequeño. No parecía tener más de siete años. Su abrigo era fino y estaba roto. Sus zapatos estaban empapados y desgastados. Aun así, no le temía al frío. En sus brazos, llevaba a tres pequeños bebés envueltos con fuerza en mantas andrajosas y descoloridas.

El niño tenía las mejillas enrojecidas por el viento gélido. Le dolían los brazos de tanto tiempo cargando a los bebés. Sus pasos eran lentos y vacilantes, pero seguía adelante. Apretaba a los bebés contra su pecho, intentando mantenerlos calientes con el poco calor que aún le quedaba en su frágil cuerpo.

Los recién nacidos eran tan pequeños.
Sus rostros estaban pálidos, sus labios se estaban volviendo azules. Uno de ellos gimió con un llanto frágil y débil. El niño bajó la cabeza y murmuró: «Está bien. Estoy aquí. No te abandonaré». El mundo exterior seguía pasando a toda velocidad.

Los coches pasaban a toda velocidad. La gente se apresuraba a volver a casa. Pero nadie lo vio. Nadie notó al niño ni las tres vidas que luchaba por mantener con vida. La nieve se espesaba.

Aunque a nadie más le importara, él los protegería. Sin embargo, su frágil cuerpo se debilitó. Sus rodillas se doblaron. Y lentamente, el niño se hundió en la nieve, con los bebés aún aferrados a su abrazo. Cerró los ojos. El mundo se disolvió en una blancura silenciosa.

 

 

 

 

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