Me llamo Elena y este año cumplo 30 años. Creí que me quedaría soltera toda la vida. Hace tres años, tras una operación, el médico me informó que nunca podría tener hijos.
Esa noticia me sumió en la desesperación. Mi novio, con el que llevaba cinco años, se quedó callado toda la noche, y al día siguiente me envió un breve mensaje: “Lo siento. Terminemos”.
Desde entonces, ya no soñaba con llevar vestido de novia. Hasta que conocí a Rohan. Es siete años mayor que yo, el nuevo director de la sucursal que se había hecho cargo de la empresa donde trabajaba. Era refinado, sereno y tenía una mirada que siempre sonreía.
Me gustaba, pero aun así mantenía las distancias. ¿Cómo podía un hombre tan perfecto elegir a alguien que no podía tener hijos como yo? Pero él era quien se acercaba. Por las noches, en la oficina, me traía comida caliente. En las mañanas frías, dejaba discretamente un paquete de té de jengibre en mi escritorio.
Cuando me propuso matrimonio, lloré. Le conté toda la verdad sobre mi condición. Pero él solo sonrió suavemente y me cepilló el pelo. “Lo sé. No te preocupes”.
Su familia tampoco puso objeciones. Su madre incluso vino a mi casa a pedir mi mano, preparándolo todo con esmero. Pensé que estaba soñando, creyendo que Dios se había apiadado de mí y me había concedido esta bendición tarde.
El día de nuestra boda, vestí un vestido blanco, del brazo de él, caminando hacia el altar.
Se me saltaron las lágrimas al ver su dulce mirada bajo la cálida luz dorada.
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