Lily Parker no era el tipo de niña que se metía en lugares desconocidos por error. A sus ocho años, pequeña y silenciosa, pero firme, entró en la abarrotada subasta de perros policía con un tarro de monedas en la mano. Sus pasos resonaban contra el suelo de madera pulida, demasiado ligeros para llamar la atención, pero cargados de propósito. No había venido por curiosidad. Había venido por Max, el perro policía retirado que una vez protegió a su difunta madre, la agente Hannah Parker, hasta el día en que todo terminó.
La mayoría de los niños llevarían muñecas u ositos de peluche a un evento como este. Lily llevaba consigo el sonido del tintineo de las monedas y una determinación mucho mayor que su figura.
La sala rebosaba de zapatos lustrados y conversaciones murmuradas. Los hombres trajeados se movían entre las filas, sosteniendo paletas numeradas, con la mirada fija en el escenario donde los perros se exhibían como mercancías. Las pujas se medían por linajes, puntuaciones de obediencia, fuerza de mordida. Para estas personas, los perros eran activos, inversiones. Para Lily, un perro era la única familia que le quedaba.
Se deslizó por la puerta y apretó el tarro con fuerza. Siete largos meses le habían llevado llenarlo: monedas de veinticinco centavos rescatadas de los cojines del sofá, monedas de cinco centavos en trabajos esporádicos, billetes de dólar doblados en secreto. Incluso había sacrificado su caballo de batalla favorito a desconocidos en línea. Todo, pieza por pieza, era para este único momento.
La voz del subastador resonó con fuerza. «Siguiente, Max. Nueve años. Pastor alemán. Perro policía retirado, entrenado en detección de narcóticos, búsqueda y rescate, control de multitudes. Un historial de servicio ejemplar con la difunta agente Hannah Parker de la comisaría 43».
La sala se quedó en silencio.
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