El nacimiento que no debía ocurrir
Emily Turner nunca había imaginado que el silencio pudiera ser tan pesado.
Durante nueve largos meses, había imaginado este momento: abrazar a su bebé, oír su primer llanto, sentir su calor.
Pero ahora, en la luminosa y estéril sala de partos, solo había quietud.
El monitor se había apagado.
Las enfermeras se habían quedado en silencio.
Y la mirada serena del Dr. Reed —la misma que había asistido en el nacimiento de cientos de bebés— estaba llena de tristeza.
“Lo siento”, susurró suavemente. “No hay latidos”.
El mundo de Emily se quebró. Se quedó sin aliento.
Su esposo, Michael, se quedó paralizado cerca de la pared, con una mano sobre la boca.
Las enfermeras envolvieron con cuidado el pequeño cuerpo inmóvil en una manta azul.
Su hijo, Benjamin, no había respirado ni un segundo.
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