Mi hija de 16 años ahorró durante meses para comprar la máquina de coser de sus sueños. Cuando no terminó sus tareas, su madrastra la tiró a la piscina mientras mi exmarido observaba. Pensaron que me derrumbaría, pero les enseñé lo que realmente se siente una pérdida.

Mi suegro no tenía pensión. Lo cuidé con todo mi corazón durante 12 años. Con su último aliento, me entregó una almohada rota y dijo: «Para María». Cuando la abrí, lloré sin parar…

Soy María. Empecé a ser nuera a los 26 años. Para entonces, la familia de mi esposo ya había pasado por muchas dificultades. Mi suegra falleció joven, dejando a mi suegro, Tatay Ramón, criando solo a cuatro hijos. Cultivó arroz y hortalizas toda su vida en Nueva Écija, sin trabajo estable ni pensión.

Para cuando me casé con su hijo, casi todos los hijos de Tatay Ramón ya tenían sus propias familias y rara vez lo visitaban. El resto de su vida dependía casi por completo de mi esposo y de mí.

A menudo oía a los vecinos susurrar:

“¿Qué es eso? Es solo una nuera, pero parece su sirvienta. ¿Quién cuidaría de un suegro durante tanto tiempo?”.

Pero yo pensaba diferente. Era un padre que sacrificó toda su vida por sus hijos. Si le daba la espalda, ¿quién lo cuidaría?

Doce Años de Prueba

Esos doce años no fueron fáciles. Era joven y a menudo me sentía cansada y sola. Cuando mi esposo trabajaba en Manila, me dejaba sola al cuidado de nuestra pequeña hija y de Tatay Ramón, quien ya estaba débil. Cocinaba, lavaba y me quedaba despierta hasta altas horas de la noche vigilando su respiración.

Una vez, agotada, le dije:

“Padre, solo soy tu nuera… a veces siento un gran peso en el pecho”.

Simplemente sonrió con dulzura y, con manos temblorosas, tomó las mías:

“Lo sé, hija. Por eso te estoy aún más agradecida. Sin ti, quizá ya no estaría aquí”.

Nunca olvidaré esas palabras. Desde entonces, me prometí hacer todo lo posible para hacerle la vida más llevadera. Cada invierno, le compraba un abrigo grueso y una manta. Cuando le dolía el estómago, le preparaba sopa de arroz. Cuando le dolían los pies, les daba masajes con cariño.

Nunca imaginé que algún día me dejaría algo. Lo hice porque lo consideraba como mi propio padre.

El Último Momento

Con el paso del tiempo, Tatay Ramón se fue debilitando. A los 85 años, el médico del hospital provincial dijo que su corazón estaba muy débil. Unos días antes de su última noche, solía llamarme a su lado para contarme historias de su juventud y recordarles a sus hijos y nietos que debían vivir con honor.

Hasta que llegó la tarde de su despedida. Respirando agitadamente, me llamó. Me ofreció una almohada vieja, rota por un lado, y con voz débil dijo:
“Para… María…”

 

 

 

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