En una vieja casa a las afueras de Ciudad Quezón, una pequeña familia vive tranquilamente.
Lara, de 28 años, vive con su esposo Miguel, ingeniero que viaja mucho por trabajo, y su suegro, Mang Ernesto.
Siempre que Miguel se va de viaje de negocios, el ambiente en la casa se vuelve extraño.
Mang Ernesto, quien suele ser tranquilo, empieza a desarrollar un hábito que preocupa a Lara: siempre que solo hay dos personas en la casa, la llama en voz baja pero profunda:
“Lara, ven un momento. Quiero decirte algo”.
Lara es una buena nuera, respetuosa con sus mayores. Pero cada vez que pasa por la vieja puerta de madera de la habitación del Sr. Ernesto, tiembla.
Siempre cierra la puerta tras ella, su mirada es ilegible, su voz parece ocultar algo.
En esas ocasiones, solo le hacía algunas preguntas sencillas: sobre comida, sobre la factura de la luz y el agua, o le pedía que mirara algunas fotos antiguas de su teléfono.
Pero su forma de caminar, susurrando y luego diciéndole “no se lo digas a nadie”, la agobiaba y confundía.
“¿Por qué siempre tiene que ser un secreto?”, pensó.
Una noche lluviosa, cuatro días después de que Miguel se fuera de viaje de negocios,
Lara estaba limpiando la cocina cuando oyó al Sr. Ernesto llamarla con una voz inusualmente urgente:
¡Lara! ¡Ven aquí, date prisa!
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