La Llamada
Era casi medianoche.
Una llovizna caía sobre las calles adoquinadas de Guadalajara, creando reflejos dorados en las farolas. Dentro de una elegante casa de la Colonia Americana, la tensión impregnaba el airz
Álvaro Mendoza, un joven y ambicioso empresario, caminaba de un lado a otro por la sala, con el rostro ardiendo de ira.
Frente a él, su esposa, Camila Ramírez, estaba sentada en el suelo, temblando, con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar.
“¡No hice nada malo!”, sollozó. “Solo le envié un poco de dinero a mi mamá. ¡Es mi madre, Álvaro! ¿Qué tiene de malo ayudarla?”
Álvaro apretó los puños con voz cortante.
“¿Mal? ¡Me lo ocultaste! ¡En esta casa, yo tomo las decisiones! Si quieres actuar por tu cuenta, quizás tu padre debería venir a enseñarte modales de nuevo”.
Sin pensarlo dos veces, cogió su teléfono y marcó un número.
Una voz profunda y firme respondió:
“Don Ramiro, disculpe la llamada tan tarde. Pero, por favor, venga a buscar a su hija. Creo que necesita una nueva lección”.
Hubo silencio por unos segundos, luego la respuesta tranquila:
“De acuerdo. Estaré allí en quince minutos”.
Álvaro sonrió con sorna, imaginando la escena: su suegro furioso, regañando a Camila, tal vez incluso llevándola de vuelta a casa de sus padres “para reflexionar”.
No tenía ni idea de lo que realmente se avecinaba.
La Llegada
Quince minutos después, el estruendo de una vieja camioneta resonó en la silenciosa noche.
Álvaro se alisó la camisa, orgulloso y seguro de su control, y abrió la puerta principal.
La sonrisa se desvaneció al instante.
De pie bajo la lluvia estaba Don Ramiro Ramírez: empapado, tranquilo y sereno. No había ira en sus ojos, solo una paz inquietante.
Entró, dejó una carpeta de plástico sobre la mesa del comedor y miró a su hija, acurrucada junto al sofá.
“Aquí está el divorcio”, dijo con firmeza. “Solo falta la firma de Camila. La mía, como su padre, ya está ahí.”
Álvaro se quedó paralizado.
“¿Qué… qué está diciendo, Don Ramiro?”
El hombre mayor se acercó; su tono nunca se elevó, pero su presencia llenó toda la habitación.
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