Mi esposo trabajaba en el extranjero, en Japón.
Durante cuatro años, todo el dinero que enviaba iba directamente a su madre.
Confiaba plenamente en ella porque mi suegra le decía:
«Hijo, no te preocupes. Yo cuidaré de tu dinero. Cuando vuelvas a casa, te compraremos una casa».
Yo me quedé aquí en Filipinas, cuidando de nuestra pequeña hija, intentando sobrevivir día a día. Cada vez que quería comprar leche o medicinas para la niña, tenía que pedir permiso.
Siempre me decían:
«Yo soy quien cuida tu dinero. Si te lo quedas, seguro que desaparece».
Lo soporté todo. Pensaba que, con un poco más de paciencia, cuando mi esposo volviera a casa, también tendríamos nuestra propia casa y libertad.
Pero nunca imaginé que sucedería así…
Cuando mi esposo regresó, todos estaban felices. Mi suegra sacrificó un cerdo y organizó una gran fiesta. Estaba tan feliz, pensé que las dificultades habían terminado.
Pero esa noche, mi esposo le preguntó a su madre:
“Mamá, en cuatro años te he enviado casi 900.000 pesos. ¿Puedo tomar algo para que Mylene y yo podamos comprar un terreno?”
Mi suegra respondió en voz baja mientras tomaba té:
“¿900.000 pesos? Ya no existen. Los gasté todos en la casa, en comida, en luz. No me dejas nada aquí.”
Mi esposo palideció. Yo, en cambio, estaba atónita.
⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬