Bajo el sol dorado de una mañana otoñal en el pequeño pueblo de
San Pedro del Río
, todo el vecindario vibraba con alegría. Era el día de la boda de
María
y
Diego
. María, una joven hermosa con ojos como la miel y sonrisa cálida, era la niña querida de todos. Diego, ingeniero de la Ciudad de México, había conocido a María en una feria local y se había enamorado perdidamente.
El patio de la casa de los López, la familia de María, estaba adornado con flores buganvilias, guirnaldas de papel picado y un arco de rosas rojas. Las guitarras sonaban, los niños corrían con globos, y el aroma de mole poblano y tamales llenaba el aire.
Llegó la familia del novio —los Fernández— en una caravana de autos lujosos. La madre de Diego, Doña Beatriz, bajó del coche con un vestido de seda color vino, el cuello levantado con orgullo. El padre, Don Esteban, saludó cortésmente, mientras los demás parientes miraban alrededor con curiosidad… y un dejo de superioridad.
Todo parecía perfecto. Hasta que el reloj marcó el mediodía.
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