El gran salón del hotel brillaba como un palacio de cristal. Las lámparas colgaban majestuosas, reflejando el oro de las paredes y los vestidos de gala de las invitadas. En medio de aquel lujo, Clara, la humilde empleada de limpieza, sostenía su escoba con nerviosismo. Llevaba 5 años trabajando allí, soportando las risas y los comentarios de quienes jamás la miraban a los ojos.
{“aigc_info”:{“aigc_label_type”:0,”source_info”:”dreamina”},”data”:{“os”:”web”,”product”:”dreamina”,”exportType”:”generation”,”pictureId”:”0″},”trace_info”:{“originItemId”:”7568630420682575122″}}
Pero esa noche era distinta. El dueño del hotel, Alejandro Domínguez, el joven millonario más codiciado de la ciudad, había decidido organizar una fiesta para presentar su nueva colección de moda de lujo. Clara solo estaba allí porque le habían ordenado limpiar antes de que llegaran los invitados.
Sin embargo, el destino tenía otros planes. Cuando Alejandro entró con su traje azul y su sonrisa arrogante, todos se giraron hacia él. Saludó con elegancia, levantando su copa de champán. Pero entonces su mirada se posó en clara que accidentalmente había dejado caer un cubo de agua frente a todos. El murmullo de las risas recorrió la sala.
“Vaya, la pobre sirvienta arruinó la alfombra italiana”, dijo una mujer vestida de lentejuelas doradas. Alejandro, divertido, se acercó lentamente y con voz burlona exclamó, “¿Sabes qué, muchacha? Te propongo un trato. Si logras entrar en este vestido”, señaló el vestido rojo de gala sobre el maniquí central. “me casaré contigo.
” Todos estallaron en carcajadas. El vestido era ceñido, diseñado para una modelo delgada, un símbolo de belleza y estatus. Clara se quedó inmóvil con las mejillas ardiendo de vergüenza. “¿Por qué me humillas así?”, susurró con lágrimas contenidas. Alejandro solo sonrió. “Porque en esta vida, mi querida, hay que saber cuál es tu lugar.
” El silencio se apoderó de la sala. La música siguió, pero en el corazón de Clara nació algo más fuerte que la tristeza, una promesa silenciosa. Esa misma noche, mientras todos bailaban, ella recogió los restos del orgullo que le quedaban y se miró en el reflejo de una vitrina. No necesito su lástima. Algún día me mirarás con respeto o con asombro, se dijo limpiándose las lágrimas.
Los meses que siguieron fueron duros. Clara decidió cambiar su destino. Empezó a trabajar turnos dobles, ahorrando cada centavo para inscribirse en un gimnasio en clases de nutrición y costura. Nadie sabía que pasaba las noches practicando cómo coser porque quería confeccionar un vestido rojo igual que aquel, no para él, sino para demostrarse a sí misma que podía ser todo lo que decían que no era.
El invierno pasó y con él la vieja versión de Clara. La mujer cansada y triste desapareció. Su cuerpo empezó a transformarse, pero más que eso, su alma se fortaleció. Cada gota de sudor era una victoria. Cada vez que el cansancio la derribaba, recordaba sus palabras: “Te casaré contigo si logras entrar en ese vestido.
” Un día, Clara miró el espejo y vio una versión de sí misma que ni ella reconocía. No era solo más delgada, sino más firme, más segura, con una mirada que irradiaba determinación. Estoy lista”, murmuró y con sus manos terminó el vestido rojo que había cocido con tanto esfuerzo. Lo colgó frente a ella y al ponérselo una lágrima de emoción rodó por su mejilla.
Era perfecto. Le quedaba como si el destino lo hubiera hecho para ella. Y entonces decidió volver al mismo hotel, pero no como sirvienta. La noche de la gran gala anual llegó. Alejandro, más arrogante que nunca, recibía a sus invitados con una sonrisa segura. El éxito lo acompañaba en los negocios, pero su vida era una sucesión de fiestas vacías.
En medio de los brindies y las risas, una figura femenina apareció en la entrada del salón. Todos se giraron y el tiempo pareció detenerse. Era ella, Clara, con el mismo vestido rojo que había sido motivo de su humillación meses atrás, pero esta vez era un símbolo de poder. Su cabello recogido, su porte elegante, su sonrisa serena, no quedaba rastro de la sirvienta tímida.
Los murmullos llenaron el salón. Nadie la reconocía. Alejandro la observó sin pestañar con una mezcla de sorpresa y desconcierto. ¿Quién es esa mujer? Preguntó en voz baja, hasta que al verla más de cerca, su rostro se transformó. No puede ser, Clara. Ella caminó hacia él despacio con paso firme. Buenas noches, señor Domínguez, dijo con elegancia.
Continua en la siguiente pagina