Soy Margaret, tengo 73 años y soy madre. He superado todas las adversidades que la vida me ha presentado.
Una vez creí que, tras la muerte de mi esposo, por fin encontraría la paz. Dejé nuestra antigua casa de campo, de adobe y ladrillo, y me mudé a la ciudad para vivir con mi único hijo, Daniel, y su esposa, Olivia.
Al principio, pensé que encontraba la comodidad. Daniel era un exitoso director de empresa y su apartamento relucía con el lujo de la ciudad. Pero bajo los relucientes suelos y el brillante horizonte, pronto sentí un escalofrío, una frialdad que se instaló en mi corazón.
1. El silencio en la gran casa
Rara vez cenábamos juntos.
—Daniel, ¿no vas a comer con nosotros? —pregunté mientras servía el arroz.
Miró su reloj—. Todavía tengo que trabajar, mamá. Come sin mí.
Olivia susurró en voz baja—: Solo un poquito, cariño… la sopa aún está caliente.
—¡Dije que no tengo hambre! —espetó.
Me quedé paralizada. Esa mirada —dura y distante— era la misma que me dirigía mi difunto esposo antes de lastimarme.
Olivia forzó una sonrisa, con la voz temblorosa—. No es nada, mamá… quizá solo está cansado. Pero yo veía la verdad. Un moretón oscuro marcaba su muñeca; reciente y doloroso.
2. Las tres de la madrugada — El sonido del agua
Esa noche, me desperté con el sonido del agua corriendo. Eran más de las tres de la mañana.
—¿Por qué se estaría duchando Daniel a estas horas? —me pregunté.
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