A las cinco de la mañana, con el embarazo avanzado y apenas despierta, me sobresaltó la furia de mi marido. “¡Levántate y prepara el desayuno para mis padres!”, gritó. Me puse una mano en el estómago y, en ese momento, me di cuenta de que algo estaba a punto de cambiar para siempre.

Eran poco más de las cinco de la mañana. Afuera, el cielo seguía oscuro y la casa se sentía fría y silenciosa. Mark me despertó bruscamente, con voz aguda e impaciente.

Levántate. Mis padres están esperando el desayuno.

Tenía ocho meses de embarazo. Sentía el cuerpo pesado, me dolía la espalda y el sueño aún me aferraba, pero me incorporé lentamente. En la sala, sus padres ya estaban despiertos, sentados cómodamente en el sofá. Su madre me observaba con una expresión indescifrable. Su padre revisaba su teléfono, sin apenas levantar la vista.

—Deberías aprender cómo funcionan las cosas en esta familia —dijo rotundamente.

La hermana de Mark, Lisa, se apoyó en la pared con los brazos cruzados.
“De verdad”, murmuró, “lo haces todo muy difícil”.

Respiré hondo. El bebé se movió dentro de mí, un pequeño pero firme recordatorio de que no estaba sola. Entré con cuidado en la cocina. Cada paso se sentía más pesado que el anterior, pero encendí la estufa, lavé la fruta y puse la tetera a hervir. Al moverme, podía oír sus voces detrás de mí: casuales, despectivas, como si mi agotamiento y mi silencio fueran simplemente esperados.

Pero esa mañana fue diferente.

Cuando terminé de preparar la mesa, dispuse platos y vasos para todos, y luego agregué una porción más. Mark lo notó al instante.

“¿Qué pasa con el plato extra?”, preguntó. “¿Esperamos a alguien?”

No respondí. Me quedé allí, con ambas manos apoyadas en el estómago, esperando.

Unos minutos después sonó el timbre.

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