A la hija del millonario le quedan solo 3 meses de vida: la criada lo conduce a un médico anónimo y a la única enfermedad que se le resiste en silencio.

La cuenta regresiva que ningún padre puede soportar
Al ponerse el sol tras las torres de cristal de San Aurelio, cada reloj del ático de Alarcón parecía un metrónomo de terror. El multimillonario industrial Rodrigo Alarcón había dedicado su carrera a resolver problemas imposibles. Pero el que más importaba —una enfermedad rara e implacable que abatió a su hija de tres meses, Camila— no se doblegaría ante el poder, la influencia ni los aviones privados llenos de especialistas.

“Tres meses”, habían dicho.
No quedaba protocolo. No había prueba disponible. No había cura.

Esa noche, el pequeño pecho de Camila se agitó en su cuna. Rodrigo, insomne ​​en una silla, se presionó los nudillos contra la boca para silenciar el sonido del dolor cuando finalmente se libera.

Desde la puerta, una voz suave: “Señor… ¿puedo prepararle un té?”.
Era Claudia, la ama de llaves que llevaba semanas sembrando esperanza en cada rincón de la habitación.

“El té no salvará a mi hija”, susurró Rodrigo, con la voz entrecortada.

El recuerdo que no la dejaba dormir
Cuando el ático se quedó en silencio, Claudia no. Levantó a Camila, piel con piel, y tarareó la canción de cuna que su madre cantó una vez en un pequeño pueblo de montaña a kilómetros, y mundos, de distancia. A mitad de la segunda estrofa, un recuerdo enterrado hacía tiempo despertó: su hermano menor también había sido enviado a casa “sin opciones”. Estaba vivo porque un médico anciano y jubilado había accedido a atenderlo cuando nadie más lo hacía. Sin titulares. Sin facturas. Solo trabajo.

A la mañana siguiente, Claudia encontró a Rodrigo en una conferencia telefónica, con abogados y banqueros dando vueltas a un testamento que él no soportaba expresar en voz alta. Se reprimió el miedo y dio un paso al frente.

 

 

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