A los 40, acepté casarme con un hombre con una pierna discapacitada. No había amor entre nosotros. Durante nuestra noche de bodas, temblé al levantar la manta y descubrir una verdad impactante.
“Toma”, dijo en voz baja. “Bebe esto, debes de estar cansada”.
Su voz era suave como el aliento del viento nocturno.
Se cubrió con la manta, apagó la luz y se sentó en el borde de la cama.
El silencio era sofocante.
Cerré los ojos, con el corazón latiendo con fuerza, y esperé algo entre el miedo y la curiosidad.
Un momento después, habló en voz baja, con voz temblorosa:
“Puedes dormir, Sarah. No te tocaré. No hasta que estés lista”.
En la oscuridad, lo vi tumbado de lado, de espaldas, manteniendo una gran distancia, como si temiera hacerme daño con solo tocarme.
De repente, mi corazón se ablandó.
No esperaba que el hombre al que solo consideraba “mi última opción” me tratara con tanto respeto.
A la mañana siguiente, me desperté con la luz del sol filtrándose por las cortinas.
En la mesa había una bandeja de desayuno: un sándwich de huevo, un vaso de leche caliente y una nota escrita a mano:
“Fui a la tienda a arreglar el televisor de un cliente. No salgas si sigue lloviendo. Volveré para comer.” – James.
Leí la nota una y otra vez, con los ojos escociendo.
Durante los últimos veinte años, he llorado porque los hombres me traicionaron.
Pero esa mañana, por primera vez, lloré… porque me amaban de verdad.
Esa noche, James llegó tarde a casa, oliendo a aceite de motor y humo de soldadura.
Me senté en el sofá, esperando con las manos entrelazadas.
“James”, llamé.
“¿Sí?” Levantó la vista, con la mirada confundida.
“Ven aquí… siéntate a mi lado”.
Lo miré fijamente a los ojos y le susurré:
“No quiero que seamos dos personas compartiendo una cama. Quiero que seamos marido y mujer… de verdad”.
Se quedó quieto, sin dar crédito a lo que acababa de oír.
“Sarah… ¿estás segura?”
Asentí: “Sí, estoy segura”.
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