
Cada noche, una pequeña niña se despertaba gritando y llorando, repitiendo las mismas palabras: “¡No, me duele!”. Su padre, desesperado, decidió investigar qué había detrás de esas pesadillas.
Estas palabras no parecían inventadas por la imaginación de una niña.
Eran los gritos de alguien que revivía algo doloroso.
Una mañana, decidido a comprender la causa, colocó una cámara en la habitación de su hija.
No para grabarla mientras dormía, sino para registrar si ocurría algo extraño.
Lo que encontró fue más perturbador de lo que jamás hubiera imaginado.
Al revisar las grabaciones, notó que la niña no solo gritaba: parecía reaccionar a algo invisible.
Extendía los brazos como si alguien la sujetara, se encogía como si se protegiera de un golpe, y sus palabras se volvían cada vez más claras.
No eran sueños comunes: eran recuerdos.
El padre se dio cuenta de lo impensable. Su hija no sufría pesadillas inventadas; estaba reviviendo episodios de dolor real. Dolor que alguien, en algún momento, le había causado.
Desconsolado, decidió no esperar más. Tomó las grabaciones y fue directo a la policía. Allí, entre lágrimas, explicó lo que había descubierto.
Los agentes, tras ver las pruebas y escuchar el testimonio del padre, abrieron inmediatamente una investigación.
Lo que siguió fue un torbellino de oscuros descubrimientos.
La niña había sido abusada en un entorno cerrado que todos creían seguro.
Nadie sospechaba que alguien en quien confiaba pudiera causarle tanto daño.
Las pesadillas eran, en realidad, su forma de expresar lo que no podía expresar durante el día.
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