Siguió mi mirada y silbó suavemente. «Lucía. Ni lo intentes, hombre. Su familia es dueña de medio Madrid».
Pero yo ya estaba caminando hacia ella.
Ella sonrió cuando me vio acercarme, y esa sonrisa me golpeó como un martillo.
—Soy Javier —dije extendiendo la mano.
—Lucía —respondió con voz suave pero segura. Su mano era pequeña en la mía, pero me agarraba con firmeza—. Te ves tan incómoda aquí como yo.
Hablamos durante horas esa noche. No fue lo que esperaba (nada de actitud de niña de papá, solo cariño y curiosidad genuina), y para cuando la acompañé a su coche, supe que estaba en problemas.
—Mis padres te odiarían —dijo ella, mientras la luz de la luna iluminaba su cabello oscuro.
“¿Es eso un problema?” pregunté.
Me miró con ojos que parecían atravesarme. “Probablemente. Pero no creo que me importe”.
Seis meses después, nos casamos. Sus padres no asistieron a la boda. La repudiaron por completo: sin herencia, sin reuniones familiares, sin nada.
Pero Lucía me apretó la mano y me dijo: «No me importa el dinero. Solo te quiero a ti».
Y por un tiempo, eso fue suficiente.