Continuación

Siempre se esforzaba por ser “la buena hija”: sacaba excelentes notas, limpiaba, planchaba, sin quejarse. Soñaba con que algún día su madre reconocería sus esfuerzos, le sonreiría y le diría: “Bien hecho, hija”. Pero no. Carmen siempre encontraba un motivo para criticar, una excusa para iniciar una nueva guerra silenciosa.

Por fragmentos de conversaciones familiares, Lucía sabía que sus padres llevaban mucho tiempo sin poder tener hijos. Habían pasado por médicos, pruebas, tratamientos… Y cuando ya no había esperanza, ella había llegado.

«Qué raro», pensaba a menudo antes de dormirse entre lágrimas. «Me esperaron tanto tiempo, y cuando nací no se alegraron nada. Si no, ¿por qué siento tanto frío? Y papá… es bueno, pero distante, como si lo molestara. Pero con Diego… rebosa cariño».

Con el nacimiento de su hermano, su infancia, ya de por sí carente de calidez, por fin terminó…

Lo poco que quedaba de ella se desvaneció en el momento en que Carmen abrazó al niño contra su pecho, con lágrimas en los ojos y una sonrisa que Lucía nunca antes había visto.

Durante años, vivió a la sombra de Diego. Él recibía la mejor ropa, las rebanadas de pan más frescas, las miradas más cálidas. Lucía era la que se levantaba temprano para preparar el desayuno, la que corría a la tienda, la que limpiaba la casa en silencio y hacía los deberes hasta tarde, bajo la tenue luz de una lámpara. Diego siempre recibía una caricia, un «muy bien» alentador, un «te quiero» susurrado antes de dormir. Ella… nada. Esa noche, tras huir de la fiesta de graduación del Instituto Valencia, Lucía se desplomó en un banco de un parque casi vacío. El cielo de verano brillaba con estrellas, y el silencio solo lo rompía el canto de los grillos. Apretó su diploma escolar contra el pecho, pero el papel no le reconfortó el corazón. Sintió frío, aunque el aire era cálido.

Por primera vez, pensó que su vida podría haber sido diferente. Que en otra ciudad de España, había madres que, en ese momento, la abrazaban.

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