Cuando cumplí treinta y seis, los vecinos susurraban: “¿A su edad y soltero? Supongo que se morirá solo”.
Las lágrimas corrían por el rostro de Hannah mientras lo explicaba todo.
“En aquel entonces, pensé que no tenía adónde ir. Si no me hubieras acogido, no creo que hoy estaría viva”.
Su padre me estrechó la mano con firmeza y dijo:
“Gracias por proteger a mi hija. El dinero y el lujo no significan nada comparado con lo que le has dado: un hogar de verdad y amor”.
La multitud que antes se burlaba de mí ahora permanecía en silencio. Nadie podía creer que la “mujer sin hogar” a la que ridiculizaban fuera en realidad la hija de un millonario, y que yo, un simple manitas, me hubiera convertido en su yerno.
Pero para mí, nada de eso importaba. Cuando miré a Hannah, vi los mismos ojos dulces y cansados que había visto por primera vez aquel frío día de invierno. La amaba no por su nombre ni por su riqueza, sino por su corazón, el mismo corazón que silenciosamente transformó mi solitaria casa en un hogar.
Desde entonces, nuestra historia se ha convertido en una leyenda en el pueblo. La gente ya no chismorrea; en cambio, la cuenta como recordatorio de que al amor no le importa de dónde vienes, solo adónde pertenece tu corazón. Y cada invierno, cuando veo la nieve caer fuera de nuestra ventana, agradezco en silencio al destino por haberme traído hasta Hannah ese día.
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