Cuando me casé con mi marido, Nathan tenía seis años. Su madre se había ido dos años antes. Mi marido estaba sumido en el duelo, trabajando en dos empleos, apenas capaz de mantenerse en pie. Así que intervine porque aquel niño necesitaba a alguien que estuviera.
Cuando los invitados se pusieron de pie para recibir a los novios, también me levanté. Era el momento de Nathan y no permitiría que mi tristeza apagara su felicidad.
El oficiante y los testigos se posicionaron en el altar. Entonces, Nathan apareció al final del pasillo. Mi corazón se apretó al ver cuánto se parecía a Richard y cuánto orgullo habría sentido él.
Nathan dio un paso. Luego otro.
La confianza en su andar me recordó al niño que corría en el campo de fútbol mientras yo lo animaba desde la línea lateral.
De repente, se detuvo.
La música proseguía, pero él permaneció inmóvil a mitad del pasillo. El oficiante hizo un gesto para que avanzara, pero no se movió.
Se volteó lenta y deliberadamente, recorriendo con la mirada las filas, desde la primera hasta la última.
Hasta que me encontró.
«Antes de casarme,» anunció, «debo hacer algo. Porque hoy no estaría aquí si alguien no hubiera actuado cuando otros no lo hicieron.»
Un murmullo recorrió la multitud. Sentía todas esas miradas curiosas. Mi corazón latía con fuerza mientras Nathan cruzaba las filas, ignorando la primera fila, pasando junto a los padres de Melissa hasta llegar a mi asiento.
Frente a mí, dijo:
«Tú no miras esto desde atrás,» afirmó. «Fuiste tú quien me crió. Fuiste tú quien permaneció.» Luego pronunció palabras que jamás pensé escuchar.
«Acompáñame al altar, mamá.»
Mamá.
Diecisiete años y nunca antes me había llamado así. Jamás.
Un estremecimiento recorrió a los invitados. Alguien tomó una foto. Sentí que mis piernas temblaban, pero me puse de pie y tomé su mano.
«Nathan,» susurré, «¿estás seguro?»
Apretó mi mano con más fuerza. «Nunca estuve tan seguro de nada.»
Caminamos juntos por aquel pasillo. Cada paso, ordinario y milagroso a la vez. El chico que crié, el hombre que ayudé a formar.
En el altar, Nathan hizo algo más inesperado: tomó una silla de la primera fila y la colocó junto a él.
«Siéntate aquí,» dijo con firmeza. «Donde mereces estar.»
Busqué con la mirada la reacción de Melissa a través de mis lágrimas. Su sonrisa era tensa, pero permaneció en silencio mientras me sentaba en la primera fila.
Después de una pausa intensa, el oficiante retomó: «Ahora que todos estamos reunidos… ¿podemos comenzar?»
La ceremonia siguió con belleza. Observé con lágrimas de felicidad cómo Nathan y Melissa intercambiaban votos, deseando que construyeran una vida tan valiosa como la que compartí con Richard.
En el brindis, Nathan alzó su copa para hacer el primer brindis. La sala guardó silencio.
«Por aquella que no me dio la vida… pero me permitió vivir.»
Todos de pie aplaudieron, incluso la familia de Melissa. Y ella, quien me miró con un sincero gesto de respeto.
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