Cuando me bajó la fiebre, también se derrumbó mi matrimonio.
Me casé a los veinticinco años, creyendo que el amor bastaría para construir una vida. Pero tres años después, aprendí que un matrimonio basado en el control no es amor; es una lenta destrucción.
Esa noche, mi temperatura llegó a los 40 °C. Mi cuerpo temblaba, mi piel ardía y lo único que quería era acostarme un rato. A la hora de la cena, mi esposo, Mark, entró por la puerta principal después del trabajo. Lo primero que hizo fue fruncir el ceño.
“¿Dónde está la cena? ¿Por qué no preparaste nada?”
Intenté incorporarme, con la voz ronca.
“Tengo fiebre, Mark… Apenas puedo mantenerme en pie. ¿Qué tal si no cenamos hoy? Mañana cocino.”
Pero no se tranquilizó. Al contrario, alzó la voz.
“¿Entonces para qué te quedas en casa todo el día si ni siquiera sabes cocinar? ¿Qué clase de esposa eres?”
Antes de que pudiera reaccionar, me abofeteó.
Me ardía la mejilla. Las lágrimas me corrían por las mejillas, no solo por el dolor, sino sobre todo por la incredulidad.
“Mark… estoy muy enferma”, susurré.
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