La primera vez que la mujer llamada Emma Collins notó que algo andaba mal, no fueron las noches largas ni los repentinos “viajes de negocios”. Fue el silencio. Su esposo, David, quien solía inundar su casa en Chicago con bromas y energía incansable, ahora mostraba una silenciosa distancia, como un hombre ensayando para otra vida.
Emma lo ignoró: estrés laboral, se dijo. Después de todo, David era un arquitecto exitoso que hacía malabarismos con proyectos de alto perfil. Sin embargo, en el fondo, lo sabía.
La verdad llegó una fría tarde de noviembre, no de David, sino de un mensaje descuidado que iluminó su teléfono en la encimera de la cocina.
“El médico dijo que el corazón late fuerte. ¡Qué ganas de que estés allí la semana que viene!”. El nombre del remitente: Rachel Martinez.
Emma se sintió conmocionada. ¿Una amante embarazada? Se le cortó la respiración.
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