Después de que un incendio destruyera toda mi granja y mi propia hija se negara a dejarme quedarme, una llamada telefónica a un niño que una vez cuidé (y el sonido de su helicóptero aterrizando en su patio delantero) reescribió todo.
—Oh, se acabó —dijo con frialdad—. Simplemente aún no lo has aceptado.
Seis meses después, estoy sentada en el patio de mi nueva casa, la que antes era de Holly. La fuente ya no está. En su lugar, rosas y árboles frutales. Mis flores. Mi tierra. Mi elección.
Holly y Ethan firmaron los papeles veintitrés horas después del ultimátum de Marcus. Sin discursos dramáticos. Solo firmas y manos temblorosas.
Se mudaron a un pequeño apartamento en una zona menos glamurosa de Los Ángeles. Ethan consiguió trabajo vendiendo autos usados. Al parecer, cuando descubren que has sido deshonesto con el dinero, tu lista de oportunidades se reduce rápidamente.
Holly intentó hablar conmigo una última vez el día que se fueron.
—Mamá —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Algún día me perdonarás. Sé que sí.
La miré y, por primera vez, no sentí ni rabia ni añoranza. Solo una silenciosa ausencia.
—No hay nada que perdonar —le dije—. Porque para perdonar, primero tendría que importarme.
Esas fueron las últimas palabras que intercambiamos.
Ahora, cada viernes, oigo el familiar sonido del coche de Marcus en la entrada. Llega con flores frescas en una mano y una botella de mi vino favorito en la otra.
“Hola, mamá”, dice, besándome la mejilla.
Cocinamos juntas en la cocina: mesa nueva, sillas nuevas, pero las mismas risas de siempre. El comedor donde Holly una vez intentó impresionar a sus amigos presumidos es ahora donde nos sentamos con ropa cómoda, hablando del trabajo, los vecinos y el futuro.
“¿Cómo estuvo tu semana?”, pregunto.
“Estoy ocupado”, dice, aflojándose la corbata. “Cerré la compra de esos terrenos en Houston. Estamos construyendo viviendas para familias de clase media. Casas de verdad para gente de verdad”.
El orgullo crece en mi pecho.
“Y tengo novedades”, añade, con una pequeña sonrisa dibujada en sus labios.
“¿Qué noticias?”
Se sienta a la mesa y saca su teléfono.
“¿Te acuerdas de Sarah, la arquitecta de mi empresa?”
Sonrío. He visto a Sarah varias veces. Tiene ojos brillantes y amables. Es el tipo de mujer que escucha atentamente cuando la gente habla.
—Claro. ¿Y ella qué?
Gira su teléfono. En la pantalla, la mano de una mujer con un sencillo y hermoso anillo de compromiso.
—¡Marcus! —grito, abrazándolo—. ¡Qué maravilla!
—Te propuse matrimonio anoche —dice, radiante como el niño de antes—. Y quería preguntarte algo. ¿Nos ayudarías a organizar la boda?
Mis ojos se vuelven a nublar, pero esta vez de alegría.
—Me encantaría —digo—. ¿Pero estás segura de que quiere tener a una suegra anciana rondando por ahí?
Él se ríe.
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