Le acarició el pelo enmarañado, le susurró palabras que ni ella misma entendía, solo sonidos de consuelo, de amor, de promesas que tal vez no podría cumplir. Te tengo, hermanita, te tengo. Ya pasó, ya pasó. Pero no había pasado. Todavía escuchaban disparos a lo lejos, todavía escuchaban gritos.
Y Carolina sabía que Joaquín estaba ahí atrás peleando solo, muriendo solo, pagando por sus pecados con sangre. Una parte de ella quiso volver, quiso ayudarlo, pero la parte más grande, la parte que amaba a María más que a nada en el mundo, la obligó a quedarse quieta. Esperaron en la oscuridad, conteniendo la respiración cada vez que escuchaban pasos cerca.
Pasó una hora, tal vez dos. Los disparos cesaron poco a poco. El silencio regresó pesado y amenazante y entonces escucharon algo moviéndose entre las rocas. Carolina levantó el revólver, apuntó hacia la oscuridad. Quien sea, no se acerque o disparo. Tranquila, muchacha, soy yo. Lupita salió de entre las sombras, cubierta de sangre y ollín, pero sonriendo. Lo logramos.
Sacamos a tres. Una se quedó atrás. Carolina bajó el arma. Joaquín. La sonrisa de Lupita desapareció. No lo sé. Vi que lo rodearon. Vi que peleó como demonio, pero eran demasiados. Carolina sintió algo retorciéndose en el pecho. Odio, culpa, algo que no tenía nombre. Tenemos que irnos dijo Lupita.
Van a rastrear hacia acá. Conozco cuevas más arriba donde podemos escondernos hasta el amanecer. Y después, después bajamos al otro lado de la sierra, nos alejamos lo más posible. Lupita miró a María. Ella puede caminar. María asintió, aunque apenas podía mantenerse en pie. Puedo, puedo caminar. Se adentraron más en el cañón.
Subiendo entre las rocas, escondiéndose en las sombras. Encontraron una cueva poco profunda donde podían ver la entrada, pero no ser vistas desde afuera. Se acurrucaron ahí las cinco mujeres, temblando de frío y miedo y agotamiento. Carolina abrazó a María. sintió su respiración irregular, sus lágrimas mojándole el hombro del vestido.
Le acarició el pelo, le susurró al oído, “Ya estás a salvo. No voy a dejar que nadie te vuelva a tocar.” Carolina, ellos, ellos hicieron sh. No tienes que decirme nada. No, ahora. Pero María siguió hablando con voz quebrada como si necesitara sacar el veneno antes de que la matara. el coyote. Él dijo que iba a venderme mañana.
Dijo que los gringos pagan bien por las muchachas rubias. Dijo que se ahogó en sus propias palabras. Carolina, estoy embarazada. El mundo se detuvo. Carolina sintió que algo se rompía dentro de ella, algo que ya estaba agrietado, pero que ahora se hacía pedazos definitivamente. ¿Qué? ¿Del coyote o del tuerto o de quién sabe quién? No, no sé. Fueron tantos.
Carolina la abrazó más fuerte, sintiendo como su hermana se desmoronaba, sintiendo como ella misma se desmoronaba. Esto no podía estar pasando, no podía ser real, pero lo era. Y en ese momento, Carolina supo que esto no había terminado. No podía terminar así. No mientras el coyote siguiera vivo, no mientras el tuerto siguiera respirando.
Miró a Lupita por encima de la cabeza de María. Voy a volver, susurró. Lupita asintió despacio. Lo sé. Amanecieron escondidas en esa cueva como animales heridos. María dormía recostada en el regazo de Carolina con fiebre, temblando incluso bajo el calor que empezaba a subir con el sol. Las otras dos mujeres estaban acurrucadas en el fondo de la cueva, una de ellas rezando en voz baja, la otra simplemente mirando la nada con ojos vacíos.
Lupita vigilaba la entrada con el Winchester sobre las piernas. No había dormido. Carolina tampoco. Tenemos que movernos antes del mediodía. Susurró Lupita. Si nos quedamos aquí nos van a encontrar. El coyote conoce estas montañas casi tan bien como yo. María no puede caminar así. Entonces la cargamos, pero no podemos quedarnos.
Carolina miró a su hermana dormida. Vio las ojeras profundas bajo sus ojos. Vio como sus labios se movían diciendo cosas en sueños, probablemente reviviendo horrores, y sintió que la rabia volvía fría y clara como agua de manantial. Voy a matarlos”, dijo con voz plana. “A todos.” Lupita la miró. “Ya sacaste a tu hermana. Eso era lo importante. Ahora hay que largarse lo más lejos posible.
” No. Carolina tocó el revólver en su cintura. No puedo irme sabiendo que están ahí, que van a seguir haciendo esto, que van a destruir más familias, que van a romper más muchachas como rompieron a María. Eres una mujer con un revólver y cuatro balas. Ellos son 20 hombres armados hasta los dientes. Entonces, necesitamos más ayuda.
Carolina se levantó con cuidado para no despertar a María. Dijiste que hay rancherías raramuri cerca, gente que odia al coyote tanto como nosotras. Los Raramuri no pelean guerras de otros, es su forma. Pero tú eres Raramuri y estás aquí. Lupita se rió sin humor. Yo ya no soy nada. Soy un fantasma que busca venganza.
Los de mi pueblo me dieron por muerta hace años. ¿Y si les ofrecemos algo? ¿Y si les decimos que pueden quedarse con las armas del coyote, con sus caballos, con todo lo que tiene? Lupita pensó un momento. Tal vez hay un hombre, Ignacio. Fue capitán Raramuri antes de que los federales quemaran su ranchería. Perdió a su hijo por culpa del coyote.
Si alguien nos ayudaría, sería él. ¿Dónde está? A mediodía de camino hacia el este. Pero muchacha, aunque él acepte, aunque junte 10 o 15 hombres, seguimos en desventaja. El coyote tiene su campamento fortificado. Tiene vigías, tiene a Joaquín. Lupita se cayó. Si es que sigue vivo, está vivo.
Carolina no sabía por qué lo decía con tanta certeza, pero lo sentía. Y si está vivo, está sufriendo. El coyote no lo mata rápido, va a hacerlo sufrir por traidor. Entonces, ya es hombre muerto o es nuestra oportunidad. Carolina se arrodilló junto a Lupita. Piénsalo. Si Joaquín está ahí, si lo tienen amarrado, torturándolo, toda la atención va a estar en él. Los hombres van a estar distraídos viendo el espectáculo. Es cuando podemos atacar.
Lupita la miró como si viera a Carolina por primera vez. Eres más dura de lo que pensé, muchacha. Me hicieron dura. Carolina apretó los puños. Ahora vamos a usar eso. Dejaron a María y a las otras dos mujeres en la cueva con agua y lo poco de comida que tenían. Una de las mujeres, la que no había dejado de rezar, se ofreció a cuidar a María mientras dormía la fiebre. Carolina besó la frente de su hermana.
Le prometió en voz baja que volvería, aunque no sabía si era promesa o mentira. Caminaron hacia el este, bajando por cañones que parecían tallados por gigantes antiguos, pasando junto a arroyos secos donde solo quedaba el recuerdo del agua. El sol pegaba fuerte, pero Carolina ya no lo sentía.
Ya no sentía nada, excepto ese fuego frío en el pecho que la empujaba adelante. A media tarde encontraron la ranchería. Era más bien un campamento, jacales temporales hechos de ramas y pieles, gente moviéndose silenciosamente entre las construcciones. Niños que dejaron de jugar para mirar a las extrañas. Mujeres que las observaron con desconfianza, hombres que agarraron palos y piedras.
Lupita levantó las manos, gritó algo en una lengua que Carolina no entendía. Un hombre viejo salió de uno de los jacales, caminó hacia ellas despacio. Tenía una cicatriz que le cruzaba toda la cara de la frente hasta la mandíbula. Sus ojos eran duros, pero no ciegos, veían todo.
Habló con Lupita en Raramuri durante varios minutos. Lupita señaló a Carolina. señaló hacia donde estaba el campamento del coyote. El viejo miró a Carolina a largo rato como midiendo algo que ella no podía ver. Finalmente habló en español con acento pesado pero claro. Lupita dice que quieres matar al coyote. Sí. ¿Por qué? Porque mató a mi marido.
Porque se llevó a mi hermana. Porque destruyó mi vida. El viejo asintió despacio. Esas son buenas razones para odiar. Pero el odio no mata al coyote. Él tiene muchos rifles. Nosotros tenemos pocas flechas. Él tiene un escondite lleno de armas. Si lo matamos, pueden quedarse con todo. Rifles, municiones, caballos, lo que quieran.
El viejo la miró con algo que parecía respeto. Eres lista, pero sigues siendo una mujer sola, con corazón roto. ¿Cómo sé que no nos estás guiando a trampa? Porque ya saqué a mi hermana de ahí. Ya podría estar lejos. Pero volví. Carolina se acercó un paso. Porque mientras el coyote respire, ninguna mujer en estas montañas está a salvo, ni las mías, ni las suyas. El viejo se quedó callado.
Miró al cielo como buscando señales en las nubes. Finalmente dijo, “Mi hijo tenía 14 años cuando los hombres del coyote lo encontraron cazando. Lo mataron por deporte. Por diversión, la voz se lebró apenas. Dejaron su cuerpo para que los animales lo comieran. Tardé tres días en encontrarlo.
Lo que quedaba de él. Lo siento. No quiero tu pena, quiero su sangre. El viejo escupió. Si me das la oportunidad de derramar esa sangre, yo mis hombres iremos contigo. Pero tiene que ser pronto. Mañana el coyote baja al pueblo. Si esperamos se nos escapa. Esta noche, dijo Carolina, atacamos.
Esta noche el viejo sonrió sin alegría. Esta noche entonces voy a juntar a los que quieran pelear. Seremos pocos, tal vez ocho o 10. Pero conocemos la sierra, conocemos cómo cazar. Es suficiente. Lupita y Carolina regresaron a la cueva. María estaba despierta, sentada contra la pared de roca, con los ojos rojos de llorar.
Cuando vio a Carolina, intentó levantarse, pero no pudo. ¿A dónde fuiste? Pensé que Pensé que me habías dejado. Carolina se arrodilló junto a ella, la abrazó. Nunca te voy a dejar, nunca, pero necesito que entiendas algo. La separó para mirarla a los ojos. Voy a volver al campamento. Voy a terminar esto. No.
María la agarró del brazo. No, Carolina, ya me sacaste. Ya es suficiente. Vámonos lejos, a cualquier lado, pero no vuelvas ahí. No puedo irme sabiendo que ellos siguen ahí, que pueden hacerle a otra lo que te hicieron a ti. Me da igual lo que le hagan a otras. María lloraba. Solo me importas tú. Ya perdí a Rafael. No puedo perderte a ti también.
Carolina sintió que el corazón se le partía. Quería prometerte que volvería. Quería decirle que todo saldría bien, pero no podía mentirle. No, después de todo, tengo que hacerlo, hermanita. Tengo que hacerlo, porque si no lo hago, voy a cargar este odio hasta que me pudra por dentro y tú no mereces una hermana podrida.
María bajó la cabeza derrotada. Entonces, prométeme que vas a volver. Júramelo por la memoria de Rafael. Te lo juro. Se abrazaron en silencio dos hermanas rotas tratando de mantenerse juntas, aunque el mundo conspirara para separarlas. Al caer la tarde, Carolina y Lupita se encontraron con Ignacio y sus hombres en un punto acordado al norte del campamento.
Eran nueve en total, todos mayores, todos con la misma mirada dura de quien ha perdido demasiado. Traían arcos, flechas, algunos machetes viejos. No muchas armas de fuego. Ignacio dibujó un mapa en la tierra con un palo. El campamento tiene cuatro puntos de entrada. Norte, sur, este, oeste. Normalmente tienen guardias en todos, pero si Lupita tiene razón y están entretenidos torturando al traidor, la mayoría estará en el centro del campamento viendo dónde lo tendrían. Preguntó Carolina.
En la plaza central donde hacen las ejecuciones. Es su forma de enviar mensaje. Ignacio marcó un punto en el centro del mapa. Nosotros entramos por los cuatro lados al mismo tiempo, silenciosos. Flechas primero para los guardias. Cuando nos descubran, porque nos van a descubrir, entonces usamos los rifles que traigamos del escondite de armas.
Yo voy por el coyote, dijo Carolina. No, tú vas por el tuerto. Lupita la miró. El coyote es mío. Me debe la vida de mi hija. Pero el tuerto, ese hijo de perra que te violó, ese es tuyo. Carolina asintió. Sintió que el revólver pesaba en su cintura como promesa.
Y Joaquín, si está vivo, cuando lleguemos, lo liberamos. Si está muerto, Ignacio se encogió de hombros. Entonces fue decisión de los dioses. Esperaron a que oscureciera completamente. Carolina revisó el revólver. Contó las balas otra vez. Cuatro. Cuatro oportunidades. No podía fallar. Lupita le puso una mano en el hombro. ¿Tienes miedo? Estoy muerta de miedo. Bien. El miedo te mantiene viva.
Es la confianza ciega la que te mata. Se movieron en la oscuridad, separándose en cuatro grupos. Carolina iba con Lupita y dos hombres Raramuri hacia el lado este. Sus pies conocían el camino ahora, cada piedra, cada rama. El silencio era tan completo que podía escuchar su propia respiración, su propio corazón latiendo como tambor.
Y entonces escucharon los gritos. Venían del campamento gritos de dolor, gritos que no eran humanos, sino de animal siendo despedazado vivo. Carolina sintió que el estómago se le revolvía. Era Joaquín. Tenía que ser Joaquín. Se acercaron al borde del campamento, escondidos entre las rocas. Desde ahí podían ver la plaza central. Había una fogata enorme y alrededor de ella los hombres del coyote formaban un círculo.
En el centro amarrado a un poste estaba Joaquín o lo que quedaba de él. Le habían arrancado la camisa. Su espalda era pura carne viva, sangre corriendo por las costillas. El tuerto estaba parado junto a él con un látigo, sonriendo, disfrutando cada golpe. Y sentado en una silla como rey en su trono fumando un cigarro, estaba el coyote Salazar. Carolina lo vio por primera vez bien.
No era un gigante, no era un monstruo físico, era un hombre común, tal vez de 4 y tantos años, con bigote grueso y ojos que brillaban con inteligencia cruel. Vestía bien, mejor que cualquiera de sus hombres, y cuando habló, su voz era suave, casi amable. Joaquín, Joaquín, me duele hacer esto, ¿sabes? Te traté como hijo, te di todo y así me pagas.
Joaquín levantó la cabeza con esfuerzo, escupió sangre. Vete al infierno. El coyote se rió. probablemente, pero tú vas a llegar primero. Hizo una seña al tuerto. Continúa, pero despacio. Quiero que dure. El tuerto levantó el látigo otra vez. Ignacio apareció junto a Carolina, susurró, “Ya están todos en posición. A tu señal.” Carolina miró a Lupita. Lupita asintió.
Carolina levantó el revólver, apuntó al cielo y disparó. El disparo al cielo fue como romper un cristal. Por un segundo todo se congeló. Los hombres del coyote miraron hacia arriba confundidos. El coyote se levantó de su silla. El tuerto dejó caer el látigo. Y entonces el infierno cayó sobre ellos desde cuatro direcciones.
Flechas silvaron en la oscuridad. Tres guardias cayeron antes de darse cuenta de qué pasaba, con flechas clavadas en el cuello, en el pecho, en el ojo. Los Raramuris se movían como sombras invisibles, mortales. Carolina corrió hacia la plaza con Lupita a su lado, disparando, recargando, disparando.
Otra vez un hombre apareció frente a ella con machete levantado. Ella le metió una bala en la frente sin pensarlo. tres balas restantes. El campamento estalló en caos, gritos, disparos, hombres corriendo en todas direcciones sin saber de dónde venía el ataque.
El fuego de las fogatas proyectaba sombras enloquecidas que bailaban en las paredes de los jacales. Olía a pólvora, a sangre, a miedo. Carolina se abrió paso hacia el centro, hacia donde estaba Joaquín amarrado. Un hombre le cerró el paso grande con cicatriz en la mejilla. Ella le disparó en el estómago, lo vio doblarse, caer. No sintió nada. Ya no quedaba espacio para sentir. Dos balas. Llegó al poste donde tenían a Joaquín.
Él levantó la cabeza, la vio con ojos que apenas podían enfocar. Carolina, vete. Es trampa, pero era tarde. Algo duro la golpeó en la espalda. Cayó de rodillas. El revólver, escapándosele de la mano, se volteó, vio al tuerto parado sobre ella con un madero en las manos, sonriendo con esa sonrisa que le había dado pesadillas durante días.
Pensé que te había enseñado a quedarte quieta, perra. Carolina gateó hacia el revólver. El tuerto le pateó las costillas, la volteó boca arriba, se arrodilló sobre ella, le puso las manos en el cuello. Esta vez te voy a matar despacio. Voy a disfrutarlo. Carolina no podía respirar. Las manos del tuerto apretaban, apretaban.
Vio puntos negros bailando en su visión. Pensó en María. Pensó en Rafael. Pensó que después de todo no iba a poder cumplir su promesa y entonces el tuerto gritó. Joaquín había logrado soltar una mano de las cuerdas, había agarrado un cuchillo del cinturón de un muerto cercano y se lo había clavado al tuerto en el muslo hasta el mango.
El tuerto se levantó gritando, agarrándose la pierna. Carolina tosió, agarró aire, vio el revólver a un metro, se arrastró, lo agarró, se volteó. El tuerto venía hacia ella cojeando con el cuchillo todavía clavado en la pierna, los ojos llenos de odio y dolor. Carolina levantó el revólver, le apuntó al pecho y entonces bajó la mira, le disparó en la entrepierna. El grito del tuerto fue algo que nunca olvidaría.
Cayó de rodillas, las manos yendo a la herida, la sangre brotando entre sus dedos. Carolina se levantó, caminó hacia él despacio, le puso el cañón del revólver en la frente. Esto es por mi marido, por mi hermana, por cada mujer que tocaste. Disparó. La cabeza del tuerto se sacudió hacia atrás.
Su cuerpo cayó como saco de piedras, cero balas. Carolina se quedó parada sobre el cadáver temblando, sintiendo algo que no era satisfacción ni alivio, solo vacío, un vacío enorme donde antes había odio. “Carolina”, gritó Lupita desde algún lugar. El coyote está escapando. Carolina volteó, vio una figura corriendo hacia los corrales, el coyote tratando de alcanzar un caballo.
Lupita corría tras él, pero había demasiados hombres entre ellos. Demasiado caos. Carolina buscó balas en los bolsillos. Nada, había gastado todas. Miró alrededor desesperada. Vio la pistola en el cinturón del tuerto muerto. La agarró, la revisó. Dos balas. Corrió. El campamento era un matadero.
Los Raramuri peleaban con ferocidad silenciosa, flechas y machetes contra rifles. Habían matado a muchos, pero también habían caído varios de los suyos. Ignacio peleaba cuerpo a cuerpo con dos hombres al mismo tiempo, sangrando de una herida en el brazo, pero sin retroceder ni un centímetro. Carolina pasó corriendo junto a cadáveres, junto a heridos que gemían, junto a un jacal que ardía proyectando luz naranja sobre la masacre.
El coyote ya había alcanzado un caballo, estaba montando. Lupita llegó primero, le disparó, falló. El coyote sacó su pistola, le devolvió el fuego. Lupita se tiró detrás de un barril, gritó de frustración. Carolina no se detuvo. Siguió corriendo aunque los pulmones le ardieran, aunque las piernas le gritaran que parara. El coyote espoleó al caballo.
Empezó a galopar hacia la salida norte del campamento. Se iba a escapar. Carolina levantó la pistola, apuntó, disparó mientras corría. La bala le dio al caballo en el cuarto trasero. El animal chilló, se tambaleó, cayó. El coyote salió volando, rodó por el suelo, se levantó aturdido. Carolina llegó hasta él, le apuntó con la última bala.
El coyote levantó las manos sonriendo todavía, siempre sonriendo. Espera, espera, podemos hacer negocio. Te puedo dar dinero, mucho dinero, lo que quieras. No quiero tu dinero. Entonces, ¿qué? Venganza. Se ríó. La venganza no te va a devolver a tu marido, muchacha. No va a borrar lo que te hicimos.
Mátame y vas a cargar eso igual. Pero si me dejas vivir, te puedo dar algo mejor. Te puedo dar poder. Carolina lo miró. Vio a un hombre común tratando de negociar su vida. Vio miedo escondido detrás de las palabras suaves y vio algo más. Vio que tenía razón. Matarlo no iba a cambiar nada. Rafael seguiría muerto.
María seguiría rota, ella seguiría vacía, pero tampoco podía dejarlo vivir. Lupita llegó corriendo con el winchesterume con sangre salpicada en la cara. Se paró junto a Carolina. Es mío. Dijo sin aliento. Me lo prometiste. Es mío. El coyote la miró y por primera vez el miedo fue real en sus ojos. Lupita, escucha. Lo de tu hija fue un accidente. No fue personal. Fueron tiempos de guerra y no digas su nombre. La voz de Lupita era hielo.
No tienes derecho a decir su nombre, por favor. Lupita le pegó con la culata del rifle en la cara. El coyote cayó escupiendo sangre y dientes. Lupita lo pateó en las costillas una vez, dos veces. siguió pateando hasta que él se enroscó como gusano. Mi hija tenía 8 años. Ocho. Y tus hombres la usaron como si fuera trapo. Lupita temblaba de rabia. La encontré tres días después.
Lo que quedaba de ella. El coyote sollozaba. Ahora la máscara finalmente rota, mostrando al cobarde que siempre había sido debajo. Lo siento, lo siento. Yo también. Lupita levantó el rifle. Siento que no puedas morir más de una vez, disparó. La bala le destrozó la rodilla. El coyote gritó.
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