DESPUÉS DE VI0LARM3 CREYERON QUE ESTABA MUERTA, PERO SOBREVIVÍ PARA HACERLOS PAGAR UNO POR UNO

Estaba tirada en el suelo, el vestido todo rasgado, dos hombres la sostenían. Rafael miró a su mujer por última vez. Carolina estaba en manos del mismísimo El tuerto Garza se arrodilló junto a ella con esa sonrisa que prometía puro horror. “Carolina!”, gritó Rafael intentando levantarse, pero el coyote Salazar le puso la bota en la espalda. “Tranquilo, compadre”, dijo con burla.

Không có mô tả ảnh.

Deja que tu mujer aprenda cómo se hacen las cosas aquí. Al fondo, la hermana menor de Carolina, María, una chamaquita, lloraba amarrada. “Suéltenla, es solo una niña, cabrones”, suplicó Carolina con la voz quebrada. El coyote soltó una risa seca. Las niñas crecen rápido en tiempos de revolución. Y entonces le puso la pistola en la nuca a Rafael. Despídete de tu marido, inútil, muchacha.

 

Después de haber sido humillada y usada por aquellos hombres de las peores formas, soltó un grito mudo, el grito de quien acababa de perderlo todo, su marido y su hermanita, en una sola noche de fuego y sangre. Pero, compadre, esos cabrones cometieron un error. Subestimaron lo que una viuda destruida por la vida es capaz de hacer cuando decide buscar justicia con sus propias manos.

Tres días después, Carolina abrió los ojos bajo el sol implacable de Chihuahua. El rancho seguía oliendo a ceniza y sangre seca. Las paredes ennegrecidas por el fuego le recordaban que nada volvería a ser como antes.

Se arrastró hasta el pozo, sacó agua con manos temblorosas, se lavó la cara y sintió como el frío le devolvía algo de cordura, aunque fuera solo un hilo delgado, para no romperse del todo. Rafael seguía ahí, tirado donde había caído, cubierto de moscas. Carolina lo miró largo rato sin lágrimas ya, porque las lágrimas se le habían secado esa primera noche cuando gritó hasta quedarse ronca.

Ahora solo quedaba un vacío negro donde antes había amor, esperanza, futuro. Tomó una pala oxidada del cobertizo medio quemado y cabó durante horas bajo el mesquite donde Rafael le había pedido matrimonio 5co años atrás. La tierra estaba dura, agrietada por la sequía y cada palada le arrancaba pedazos de piel de las manos. Pero no paró.

El dolor físico era casi un alivio comparado con ese otro dolor que no tenía nombre, ese que le taladraba el pecho y le robaba el aire cada vez que recordaba la cara de María cuando se la llevaron. Cuando terminó de enterrarlo, no rezó. ¿Para qué? Dios no había estado ahí cuando lo necesitaron. Se quedó de pie frente a la tumba improvisada con el vestido sucio de tierra y sangre y prometió algo en silencio.

No descansaría hasta traer a María de vuelta, aunque tuviera que arrastrarse por todo el desierto de Chihuahua, aunque tuviera que matar a cada hijo de perra que la tocó. Esa promesa fue lo único que le quedó de humanidad. Caminó hacia el pueblo arrastrando los pies con la garganta seca y el alma más seca todavía. El sol le quemaba la nuca, pero ya no sentía nada.

El pueblo, un caserío polvoriento de adobe y miseria, la recibió con miradas de lástima y silencio incómodo. Todos sabían lo que había pasado. Todos habían oído los gritos esa noche y ninguno había movido un dedo. La cantina olía a mezcal rancio y sudor. Carolina empujó las puertas y todos voltearon a verla. Las conversaciones murieron.

El comisario estaba sentado en su mesa de siempre, con la panza reposando sobre el cinturón y un plato de frijoles a medio comer. Levantó la vista y en sus ojos Carolina vio algo peor que indiferencia. Vio miedo. Señora Mendoza empezó limpiándose la boca con el dorso de la mano.

Se llevaron a mi hermana, dijo Carolina con voz ronca. ¿Usted sabe quién fue el coyote Salazar y su gente. El comisario miró alrededor nervioso, como buscando ayuda que no iba a llegar. Mire, doña Carolina, lo que le pasó es terrible, de veras, pero pero nada. Usted es la autoridad aquí. Vaya por ella. El hombre se rió sin ganas, un sonido hueco que retumbó en el silencio de la cantina.

Yo ir tras el coyote. Señora, ese hombre tiene 30 rifles y conoce cada rincón de la sierra. Yo tengo dos ayudantes y medio cerebro entre los tres. Sería un suicidio. Entonces es un cobarde. El comisario se puso rojo, pero no se levantó. Sabía que tenía razón. Son tiempos de revolución, doña. Cada quien cuida lo suyo.

Si Villa no puede con estos desgraciados, ¿qué quiere que haga yo? Carolina se inclinó sobre la mesa, tan cerca que pudo oler el mezcal en su aliento. Mi hermana tiene 16 años. ¿Sabe lo que le van a hacer? ¿Sabe a dónde la van a vender? El comisario apartó la mirada, tragó saliva. Lo siento, de verdad, pero no puedo ayudarla.

Carolina escupió en el suelo a centímetros de sus botas, que se pudra en el infierno, comisario. Salió de ahí con las manos temblando de rabia. La plaza estaba vacía, el viento arrastraba polvo entre las piedras. Se sentó en la fuente seca, con la cabeza entre las manos, sintiendo como todo se desmoronaba, sin ayuda, sin armas, sin caballo.

¿Cómo iba a encontrar a María? El desierto se tragaba a los hombres armados y ella no era más que una mujer rota. Doña Carolina levantó la vista. Un anciano estaba frente a ella, encorbado por los años, pero con ojos que todavía brillaban con algo parecido a la dignidad. Don Esteban, el herrero del pueblo, el único que había tenido huevos para enfrentarse al coyote años atrás y vivir para contarlo, aunque le costara tres dedos de la mano izquierda.

Don Esteban, sé lo que pasó”, dijo con voz quebrada, “y sé que nadie aquí va a mover un dedo. Todos tienen miedo. Yo también tengo miedo. No voy a mentirle, pero no puedo quedarme callado.” Le extendió algo envuelto en un trapo viejo. Carolina lo desenvolvió. Un revólver pesado con cachas de madera gastada. reconoció el arma de inmediato.

Era el revólver de su padre, el que le enseñó a disparar cuando era niña, antes de que una pulmonía se lo llevara. Como su padre me lo dejó cuando murió, me dijo que se lo diera a usted si algún día lo necesitaba de verdad. Don Esteban cerró los ojos. Creo que ese día llegó.

 

 

 

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