DESPUÉS DE VI0LARM3 CREYERON QUE ESTABA MUERTA, PERO SOBREVIVÍ PARA HACERLOS PAGAR UNO POR UNO

Me criaron aquí. Los taraumaras me encontraron cuando era niño. Me enseñaron a sobrevivir. ¿Qué le pasó a tu familia? Los ojos de Joaquín se oscurecieron. Lo mismo que le pasó a la tuya, Carolina sintió algo parecido a comprensión, a conexión, pero también sintió algo más, desconfianza, porque Joaquín seguía sin decirle toda la verdad. ¿Y cómo terminaste con el coyote? Joaquín se levantó bruscamente.

Voy a buscar algo para comer. Quédate aquí. No hagas ruido. Desapareció entre las rocas antes de que Carolina pudiera decir nada más. Se quedó sola en el cañón. escuchando el murmullo del agua, sintiendo como la noche caía rápida como siempre en el desierto, y en ese silencio se dio cuenta de algo.

Joaquín estaba huyendo de su pasado tanto como ella estaba persiguiendo el suyo. Cuando regresó, traía dos conejos muertos ya desollados. Hizo fuego pequeño entre las rocas donde el humo no se vería y asó la carne en silencio. Carolina comió con hambre feroz. sintiendo cómo la fuerza le volvía al cuerpo. Joaquín apenas probó bocado.

“Mañana”, dijo finalmente, “vamos a ver el campamento desde lejos. Necesito saber cuántos son, cómo están armados y necesito saber si tu hermana sigue ahí.” Carolina sintió que el aire se le atoraba en la garganta. “¿Y si no está?”, entonces seguimos el rastro. Pero tiene que estar. El coyote no se mueve del campamento así no más, es su fortaleza.

¿Y qué vamos a hacer? Entrar nosotros dos contra 30 hombres armados. Joaquín la miró directo a los ojos. No, vamos a esperar el momento correcto y cuando llegue vamos a entrar rápido, sacar a tu hermana y largarnos antes de que se den cuenta. Eso es un suicidio. Todo esto es un suicidio. Joaquín se recostó.

Pero es el único plan que tenemos. Carolina se quedó despierta otra vez, mirando las brasas moribundas del fuego, pensando en María, preguntándose si todavía estaría viva, si todavía tendría esperanza. Y pensando en Joaquín, en los secretos que cargaba, en las sombras que veía en sus ojos, cada vez que hablaba del coyote, algo no cuadraba. Y Carolina lo sabía, pero no tenía tiempo de averiguar qué era.

Solo tenía tiempo de seguir adelante, de confiar lo suficiente para llegar al campamento, de apretar el revólver contra su pecho y rezar para que las cinco balas fueran suficientes. Al amanecer, Joaquín la despertó con un toque en el hombro. El sol apenas estaba saliendo, pintando el cielo de rojo sangre. Es hora. Hoy llegamos.

Carolina se levantó, se puso los botines sobre los pies vendados, apretó los dientes contra el dolor. Joaquín le extendió la cantimplora. Toma, vas a necesitar fuerzas. Bebió, asintió y empezaron a caminar hacia la sierra, hacia las rocas rojas donde el río se quebraba, hacia el lugar donde María esperaba sin saber que su hermana venía por ella. O tal vez sí lo sabía.

Tal vez en algún rincón de su corazón roto, María todavía tenía esperanza y esa esperanza era lo único que mantenía a Carolina con vida. Subieron por cañones estrechos, por senderos que parecían hechos por cabras, por piedras tan afiladas que cortaban. El paisaje se volvió más salvaje, más hostil. Pinos retorcidos crecían entre las rocas. Eninos bajos se aferraban a la tierra seca. El aire olía diferente aquí arriba.

a Resina, a tierra mojada, a algo antiguo. “Estamos cerca”, susurró Joaquín, “muy cerca.” Y entonces lo vio humo, un hilo delgado de humo subiendo desde un valle escondido entre las montañas. El campamento del coyote. Carolina sintió que todo el odio, todo el dolor, toda la rabia que había cargado durante días se concentraba en un punto ardiente en el pecho. Ahí estaba, ahí estaban los hombres que le arrebataron todo.

Y ahí, en algún lugar de ese campamento maldito, estaba María. Joaquín la agarró del brazo, la jaló detrás de unas rocas. Espera, no podemos acercarnos así no más. Necesitamos un plan. Pero Carolina ya no estaba escuchando. Estaba mirando el humo, imaginando las caras de esos hombres, imaginando la bala entrando en la frente del tuerto, imaginando al coyote cayendo muerto.

Y por primera vez en días sonríó. Joaquín la obligó a retroceder, alejándose del borde donde el valle se abría como una herida en la montaña. Carolina forcejeó, pero él era más fuerte y la jaló hasta que quedaron escondidos entre los pinos retorcidos que crecían en la ladera. Suéltame, siseó Carolina, cálmate.

Si nos ven ahora, morimos los dos y tu hermana se queda ahí para siempre. Las palabras cayeron como agua fría sobre la rabia de Carolina. Joaquín tenía razón y eso la enfurecía todavía más, pero se quedó quieta, respirando profundo, obligándose a pensar con claridad, aunque todo su cuerpo gritara por correr hacia abajo y vaciar el revólver en el primer hijo de perra que encontrara.

“Tenemos que esperar hasta que anochezca”, dijo Joaquín. Observar, contar cuántos son, ver dónde tienen a las mujeres, buscar el mejor punto para entrar y salir. Las mujeres, Carolina lo miró. Hay más, siempre hay más. El coyote no es solo bandido, es tratante. Las vende en la frontera. Por eso tu hermana todavía está viva, todavía tiene valor para él.

Carolina sintió que la bilis le subía a la garganta. Imaginó a María en manos de esos animales esperando ser vendida como ganado, y tuvo que morderse el labio hasta sangrar para no gritar. Pasaron las horas escondidos entre los árboles inmóviles observando.

El campamento era más grande de lo que Carolina había imaginado. Jacales de adobe y madera dispersos entre las rocas. Corrales con caballos, fogatas humeantes. Contó al menos 20 hombres moviéndose entre las construcciones, todos armados, todos con ese aire de violencia casual que tienen los hombres que matan sin pensarlo dos veces. Y entonces la vio.

María salió de uno de los jacales, empujada por un hombre gordo y barbudo. Tenía el vestido rasgado, el pelo enmarañado, pero estaba viva. Carolina sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Quiso gritar su nombre, quiso correr hacia ella, pero Joaquín le puso la mano sobre la boca. “Tranquila”, susurró. Tranquila, ya la viste, está viva.

Ahora necesitamos sacarla de ahí. Carolina asintió con lágrimas quemándole los ojos. María caminaba con dificultad, cojeando con la cabeza baja. Dos hombres más la seguían riéndose de algo. Uno de ellos le dio una palmada en el trasero y ella se tambaleó. Carolina apretó el revólver hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

El tuerto, murmuró Joaquín señalando al hombre que caminaba detrás de María. Ese es el lugar teniente del coyote. Si lo matas, los demás van a quedar sin mando. Lo voy a matar, dijo Carolina con voz plana. A él y a todos los que la tocaron. Primero la sacamos, después ajustamos cuentas. Pero Carolina ya no estaba segura de poder esperar tanto.

Siguieron observando hasta que el sol empezó a bajar. Joaquín dibujó un mapa rudimentario en la tierra con una rama. El jacal donde tienen a las mujeres está aquí, al este del campamento. Dos guardias en la puerta, tal vez más adentro. La mejor ruta es por el río, aprovechando las rocas como cobertura. Entramos cuando estén todos dormidos.

Sacamos a tu hermana y nos vamos por el cañón norte antes de que amanezca. Y si nos descubren, entonces improvisamos y probablemente morimos. Carolina lo miró. No tienes que hacer esto. Puedes irte ahora. Joaquín la miró de vuelta y por primera vez Carolina vio algo genuino en sus ojos, algo parecido a dolor. “Sí, tengo que hacerlo.

” Antes de que Carolina pudiera preguntar por qué, escucharon algo. Pasos, ramas quebrándose. Alguien subía por la ladera hacia donde estaban escondidos. Joaquín hizo una seña y ambos se agazaparon detrás de un peñasco conteniendo la respiración. Un hombre apareció entre los árboles, flaco, con rifle al hombro, revisando el perímetro.

Pasó a menos de 5 met de donde estaban, tan cerca que Carolina pudo ver las cicatrices en su cara, el machete oxidado en su cinturón, el corazón le latía tan fuerte que pensó que el hombre lo escucharía. Pero el vigilante siguió de largo, desapareció entre los pinos. Carolina soltó el aire que había estado conteniendo.

Joaquín esperó varios minutos más antes de moverse. Ya saben que alguien puede andar cerca. Van a poner más guardias esta noche. Entonces tenemos que entrar ahora antes de que oscurezca. Es más peligroso. Todo esto es peligroso. Carolina se levantó. Pero cada hora que pasa es una hora más que mi hermana sufre ahí abajo.

Joaquín la miró largo rato como evaluando algo. Finalmente asintió. Está bien, pero necesitamos ayuda. ¿Ayuda de quién? de alguien que conoce estos rumbos mejor que yo. Joaquín señaló hacia el oeste, donde la sierra se volvía más agreste. Los Raramurí tienen rancherías cerca y hay una mujer, si todavía está viva, nos puede ayudar. ¿Quién se llama? Lupita.

El coyote mató a su familia hace dos años. Si le decimos que vamos tras él, se nos une. ¿Cómo sabes que está viva? Porque la he visto. Anda sola por la sierra como fantasma. Dicen que mata a cualquier hombre del coyote que encuentra solo. Carolina sintió algo parecido a Esperanza. No estaban completamente solos. Bajaron de la montaña con cuidado, alejándose del campamento, moviéndose hacia el oeste.

El terreno se volvió más rocoso, más salvaje. Caminaron durante horas mientras el sol se ponía pintando el cielo de naranja y púrpura. Joaquín seguía rastros que Carolina no podía ver, huellas invisibles en la piedra, señales que solo alguien criado en el desierto entendería. Cuando la noche cayó completa, llegaron a un claro entre las rocas donde había restos de fogata.

Joaquín se arrodilló, tocó las cenizas, reciente, menos de un día, está cerca. Y si no quiere ayudarnos, entonces seguimos solos. Pero algo me dice que sí va a querer. Se sentaron a esperar sin hacer fuego en silencio. Carolina sentía cada músculo tenso, cada nervio alerta. Había algo en el aire.

algo que no podía nombrar, como si el desierto mismo estuviera conteniendo la respiración. Y entonces la vieron. Salió de entre las sombras tan silenciosamente que Carolina casi grita. Una mujer más vieja que Carolina, pero no anciana, con piel curtida por el sol y ojos que brillaban con inteligencia salvaje.

Llevaba rifle cruzado en la espalda, machete en la cintura y ropa que parecía hecha de retazos de todo lo que había encontrado en su camino. Su pelo negro y largo estaba trenzado con tiras de cuero. Joaquín el cobarde dijo con voz ronca, pensé que ya estarías muerto, Lupita. Joaquín no se levantó. Necesitamos tu ayuda. Ayuda. La mujer se ríó sin humor. ¿Para qué? ¿Para que me traiciones como traicionaste a los tuyos? Carolina sintió que algo se rompía dentro de ella. Miró a Joaquín. ¿De qué está hablando? Joaquín cerró los ojos.

Lupita, déjame explicar. No hay nada que explicar. La mujer escupió en el suelo. Todos saben que Joaquín el Raramuri era uno de los hombres del coyote, uno de los que mataban, robaban, violaban. Hasta que un día decidió que ya no quería. Carolina sintió que el mundo se detenía.

Se levantó lentamente, la mano yendo al revólver en su cintura. Es verdad. Joaquín abrió los ojos y en ellos Carolina vio confirmación, vio culpa. vio vergüenza. “Carolina, déjame. ¿Estuviste ahí?”, preguntó con voz temblorosa. Esa noche cuando mataron a Rafael, cuando se llevaron a María, el silencio fue respuesta suficiente.

Carolina sacó el revólver, apuntó directo a la cabeza de Joaquín. Las manos no le temblaban. Ya no. Dame una razón para no matarte ahora mismo. Joaquín no se movió, no alzó las manos, solo la miró con esos ojos negros llenos de culpa. No tengo ninguna razón. Si quieres matarme, hazlo. Lo merezco. Carolina sintió el dedo en el gatillo. Sintió el peso del arma.

Sintió todo el odio y el dolor concentrándose en ese momento. Podía matarlo. Debía matarlo. Este hombre había estado ahí. Había visto cómo mataban a Rafael. Había visto cómo la violaban. Había visto cómo se llevaban a María y no había hecho nada. ¿Por qué? Susurró.

¿Por qué no los detuviste? Porque soy un cobarde”, dijo Joaquín con voz quebrada, “porque toda mi vida he sido un cobarde. Cuando mataron a mi familia, no pude hacer nada porque era niño. Cuando el coyote me encontró años después y me obligó a unirme a él, no tuve valor para negarme. Y cuando vi lo que te hicieron esa noche, tampoco tuve valor para detenerlo.

Mi marido está muerto por tu culpa. Lo sé. Mi hermana está ahí abajo sufriendo por tu culpa. Lo sé. Yo yo Carolina no pudo terminar la frase. El llanto se le atragantó en la garganta. Bajó el arma temblando, sintiendo como todo se desmoronaba otra vez. Había confiado en él, había caminado con él por el desierto, había dejado que le curara los pies, que le diera agua, que le diera esperanza. Y todo había sido mentira.

Lupita se acercó despacio, se arrodilló junto a Carolina, le puso una mano en el hombro. No lo mates todavía, muchacha. No porque no lo merezca, sino porque lo necesitas. Conoce el campamento mejor que nadie. Sabe dónde tienen a tu hermana. Sabe cómo entrar y salir sin que te maten. No puedo. No puedo confiar en él. No tienes que confiar en él. Solo tienes que usarlo. Lupita miró a Joaquín con desprecio.

Y cuando terminemos, cuando saques a tu hermana, entonces lo matas o yo lo hago por ti. Carolina se quedó ahí de rodillas en la tierra fría, con el revólver colgando inútil en su mano, sintiendo como todo lo que había construido en su cabeza se venía abajo. Joaquín no era su aliado, era su enemigo, uno de ellos.

Y ella había sido tan estúpida, tan desesperada, que no lo había visto. Está bien, dijo finalmente con voz muerta. Lo usamos, pero cuando esto termine, Joaquín, vas a pagar por lo que hiciste. Joaquín asintió. Ya estoy pagando cada día, cada hora, pero tienes razón.

merezco más que eso y cuando terminemos acepto lo que sea que quieras hacerme. Lupita se levantó, escupió otra vez. Qué lindo. Ahora que ya tuvimos este momento tan emotivo, vamos a lo importante. ¿Cuántos hombres tiene el coyote ahí abajo? 20, tal vez 25, dijo Joaquín. Bien armados, vigías en el perímetro.

¿Y cuántas mujeres? Vi a tres, pero puede haber más. Lupita pensó un momento. Necesitamos crear distracción, algo que lo saque del campamento o al menos divida su atención. Miró a Carolina. ¿Sabes disparar? Mi padre me enseñó. ¿Qué también? Carolina levantó el revólver, apuntó a un nopal a 20 m, disparó. La tuna, reventó. Cuatro balas restantes. Lupita sonrió por primera vez.

Bien, entonces esto puede funcionar. Pero necesitamos más armas, más balas y necesitamos movernos rápido. Porque si el coyote decidió vender a tu hermana mañana, ya no va a haber nada que hacer. ¿Cómo sabemos si la va a vender mañana? Porque ese hijo de perra mueve mercancía cada tres días. Y según mis cuentas, Lupita dejó las palabras colgando en el aire frío de la noche.

Carolina sintió que el estómago se le retorcía. Según tus cuentas, que mañana es el tercer día desde que vi al coyote bajar al pueblo de San Isidro. Siempre hace lo mismo. Junta a las mujeres, las baja a la frontera, las entrega a los gringos que las compran. Lupita miró hacia donde estaba el campamento, aunque desde ahí no se veía nada.

Si no sacamos a tu hermana esta noche, mañana ya no va a estar ahí. El mundo se redujo a ese momento. Una noche, eso era todo lo que tenían. Carolina sintió que el pánico le subía por la garganta como agua hirviendo, pero lo empujó hacia abajo con toda la fuerza que le quedaba.

No había tiempo para miedo, no había tiempo para dudas. Entonces entramos esta noche”, dijo con voz que no admitía discusión, sin plan, sin armas suficientes contra 25 hombres. Lupita se rió sin humor. Muy bien, vamos a morir, pero al menos vamos a morir con huevos. No vamos a morir. Joaquín se levantó.

Conozco un lugar donde el coyote guarda armas y municiones, un escondite en las rocas al lado norte del campamento. Si entramos por ahí primero, ¿por qué deberíamos creerte? Carolina lo interrumpió. ¿Por qué deberíamos creer una sola palabra que salga de tu boca? Joaquín la miró directo a los ojos. Porque si te estuviera mintiendo, ya estarían aquí los hombres del coyote.

Pude haberlos llamado en cualquier momento en estos días. Pude haberte entregado cuando estabas medio muerta en el desierto, pero no lo hice y no lo voy a hacer. ¿Por qué? ¿Por qué ahora decides crecer conciencia? Porque esa noche, cuando vi a tu hermana llorando, cuando vi lo que el tuerto te hizo, Joaquín cerró los ojos.

Vi a mi propia hermana, vi a mi madre, vi a todas las personas que no pude salvar cuando mataron a mi familia. Y me di cuenta de que si no hacía algo, si no paraba esto aunque fuera una vez, entonces ya no valía la pena seguir vivo. Las palabras quedaron flotando entre ellos. Carolina quiso no creerle.

Quiso seguir odiándolo con todo su ser. Pero algo en la forma en que Joaquín habló, algo en el dolor crudo de su voz le hizo dudar. Lupita rompió el silencio. Muy bonito el discurso. Ahora vamos a lo importante. Señaló hacia el norte. Si ese escondite de armas existe, vamos por ellas.

Si Joaquín nos está traicionando, lo mato yo misma y nos abrimos paso a balazos. ¿De acuerdo? Carolina asintió. No tenía otra opción. Se movieron en silencio a través de la sierra, tres sombras deslizándose entre los pinos y las rocas. Lupita iba adelante moviéndose como animal salvaje sin hacer ruido. Joaquín iba en medio guiando.

Carolina cerraba la marcha con el revólver en la mano y los ojos fijos en la espalda de Joaquín, lista para dispararle si intentaba algo. La luna estaba apenas creciente, dando luz suficiente para ver, pero no tanta como para delatarlos. Bajaron por un cañón estrecho donde el agua había tallado formas extrañas en la piedra. Pasaron junto a cuevas oscuras que parecían bocas abiertas en la montaña.

A lo lejos, muy abajo, se veían las fogatas del campamento del coyote, pequeños puntos de luz naranja en la oscuridad. Joaquín se detuvo junto a una pared de roca que parecía sólida. Pasó las manos por la superficie buscando algo. Encontró una grieta que Carolina no había visto. Metió los dedos, jaló. Una sección de la pared se movió revelando una abertura angosta. “Aquí”, susurró.

Lupita entró primero con el rifle listo. Carolina la siguió apretando el revólver. Adentro olía humedad y pólvora. Joaquín encendió un cerillo y la luz temblorosa reveló lo que había ahí. Rifles apilados contra la pared, cajas de municiones, machetes, dos pistolas, cartuchos de dinamita. murmuró Lupita. Esto es suficiente para empezar una guerra.

Para eso lo usa el coyote, dijo Joaquín. Está planeando algo grande. He escuchado que quiere aliarse con los federales, atacar alguna posición villista, por eso necesita tanto armamento. Carolina no escuchaba. Estaba cargando el revólver con balas nuevas, llenando los bolsillos del vestido rasgado con municiones, sintiendo el peso del metal contra su cuerpo.

Lupita agarró un Winchester, lo revisó, sonríó. Este me gusta. Tomó dos cajas de balas. Ahora sí estamos parejos. Joaquín cargó una carabina, se echó un morral con cartuchos al hombro. El plan es simple, Lupita. Tú creas la distracción en el lado oeste del campamento. Incendias los corrales, disparas, haces ruido.

Cuando todos corran hacia allá, Carolina y yo entramos por el este, sacamos a las mujeres, nos vamos por el cañón norte. ¿Y si no funciona? Preguntó Carolina. Entonces usamos la dinamita y volamos todo a la Joaquín la miró. Pero eso significa que probablemente tu hermana muera también. Carolina sintió el frío de esas palabras. Entonces tiene que funcionar. Salieron del escondite, cerraron la entrada. La noche estaba más oscura ahora nubes tapando la luna.

Eso era bueno. La oscuridad era su aliada. Se separaron en la ladera. Lupita yendo hacia el oeste, Carolina y Joaquín bajando hacia el este. Mientras bajaban, Carolina susurró, “Si me traicionas, si esto es una trampa, te juro que con mi última bala te vuelo la cabeza.

No es trampa, te lo juro por la memoria de mi hermana muerta.” Llegaron al borde del campamento. Desde ahí podían ver los jacales, las fogatas casi apagadas, las siluetas de los guardias moviéndose entre las sombras. Todo estaba quieto, demasiado quieto, como si el campamento mismo estuviera conteniendo la respiración. Esperaron cada segundo.

Era una eternidad. Carolina sintió el sudor corriéndole por la espalda a pesar del frío de la noche. Apretó el revólver hasta que los dedos le dolieron. Pensó en María ahí abajo, en alguno de esos jacales, sin saber que su hermana estaba a metros de distancia. Y entonces estalló el infierno. Una explosión sacudió el lado oeste del campamento.

Llamas subieron hacia el cielo, gritos, disparos. Los hombres del coyote corrieron como hormigas enloquecidas, agarrando armas, gritando órdenes. Lupita estaba cumpliendo su parte. Ahora dijo Joaquín. corrieron agachados hacia el jacal, donde tenían a las mujeres. Dos guardias estaban en la puerta, pero miraban hacia donde estaba el fuego, confundidos.

Joaquín se movió como sombra, le partió el cráneo al primero con la culata de la carabina. Carolina disparó al segundo antes de que pudiera gritar. El hombre cayó con un agujero en el pecho. Tres balas restantes empujaron la puerta. Adentro olía a miedo y suciedad. Tres mujeres estaban amarradas en el suelo con los ojos enormes de terror. Una de ellas era María.

“Carolina”, gritó María con voz quebrada. Carolina corrió hacia ella, cortó las cuerdas con el machete que Joaquín le había dado. La abrazó tan fuerte que casi no la dejó respirar. “Estoy aquí, hermanita. Estoy aquí. Vamos a salir de esto. Joaquín cortó las cuerdas de las otras dos mujeres, muchachas jóvenes que no dejaban de temblar.

Pueden venir con nosotros o quedarse, pero si vienen, tienen que correr rápido y no hacer ruido. Las dos asintieron desesperadas. Salieron del jacal justo cuando más explosiones sacudían el campamento. Lupita estaba haciendo magia con esa dinamita. Corrieron hacia el norte, hacia el cañón, con María cojeando entre Carolina y Joaquín.

Las otras dos mujeres lo seguían tropezando, levantándose, tropezando otra vez. Estaban a mitad camino cuando alguien gritó detrás de ellos. Se están llevando a las viejas. Joaquín volteó, disparó sin apuntar. Un hombre cayó. Pero ya había más viniendo, muchos más. Corran, gritó Joaquín. Yo los detengo. No. Carolina lo agarró del brazo. Vienes con nosotros.

Si voy con ustedes, nos alcanzan a todos. Joaquín la empujó. Saca a tu hermana. Eso es lo único que importa. Joaquín, vete. Es mi oportunidad de hacer algo bien por primera vez en mi vida. Carolina vio en sus ojos que no iba a cambiar de opinión y no había tiempo. Los hombres del coyote estaban cada vez más cerca, disparando, gritando.

Tomó a María de la mano, corrió hacia el cañón con las otras mujeres siguiéndolas. Detrás de ella escuchó a Joaquín disparando, gritando insultos, atrayendo a los hombres hacia él. Escuchó explosiones, escuchó gritos de dolor y entonces escuchó algo más, la voz del coyote. Joaquín el traidor, te voy a desollar vivo, cabrón. Carolina no miró atrás.

Siguió corriendo, jalando a María, adentrándose en la oscuridad del cañón. Las rocas les arañaban los brazos, las piernas. Una de las mujeres se tropezó, se torció el tobillo, se quedó atrás llorando. Carolina no pudo detenerse. Lo sentía en el alma, pero no podía. Siguió corriendo.

Corrió hasta que los pulmones le ardieron, hasta que María se derrumbó. Se refugiaron detrás de unas rocas enormes, jadeando, temblando. Las otras dos mujeres llegaron poco después, una ayudando a la otra. Todas estaban sangrando, todas estaban rotas. Pero estaban vivas y María estaba con ella. Carolina abrazó a su hermana, sintió como su cuerpo delgado temblaba contra el suyo, escuchó sus soyloos ahogados.

 

 

 

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