Carolina tomó el arma, sintió el peso familiar en su mano. Dentro del trapo había cinco balas, cinco tiros. dijo don Esteban, “Úselos bien. El coyote hace su campamento donde el río se quiebra entre las rocas rojas pasando la sierra. Pero muchacha, no va a llegar viva caminando sola. Ese camino se traga a los hombres. No me importa. Debería importarle.
Si muere en el desierto, ¿quién va a salvar a María? Carolina se levantó, guardó el revólver en la cintura del vestido. Entonces, no voy a morir. Don Esteban la miró con algo entre admiración y lástima. Dios la acompañe, doña Carolina. Dios no estuvo ahí cuando lo necesité. Ahora me acompaño sola. caminó hacia el norte, hacia donde el sol caía como plomo fundido, hacia la sierra que se alzaba en el horizonte como los dientes rotos de un animal muerto.
No tenía comida, no tenía agua suficiente, no tenía caballo, solo tenía cinco balas y un dolor tan grande que podría incendiar el desierto entero. Cada paso sobre la tierra agrietada era una promesa renovada. encontraría a María, aunque tuviera que arrastrarse sobre vidrios, aunque el desierto le chupara hasta la última gota de sangre. El primer día caminó hasta que las piernas le temblaron, el sol le arrancaba la piel, el aire seco le quemaba los pulmones.
Bebió agua con cuidado, sabiendo que tenía que racionarla, aunque la garganta le gritara por más. Al caer la noche, se refugió bajo un palo verde retorcido, temblando de frío, porque el desierto de Chihuahua es un horno de día y una tumba de hielo de noche. No durmió. Cada vez que cerraba los ojos, veía a María llorando, veía al coyote sonriendo, veía a Rafael cayendo muerto. Al segundo día, el mundo empezó a deshacerse en los bordes.
El calor la golpeaba como puños invisibles. El horizonte bailaba, las rocas se movían. Vio agua donde no había, vio sombras que no existían. tropezó, cayó, se levantó, tropezó otra vez, las manos le sangraban de rasparse contra las piedras, los labios se le partieron, la lengua se le hinchó, pero siguió, porque detenerse era morir y morir era abandonar a María.
Cuando el sol alcanzó su punto más cruel, Carolina ya no podía más. Se arrastró hasta un mesquite seco, se dejó caer en la sombra miserable que ofrecía y cerró los ojos. pensando que tal vez don Esteban tenía razón, que el desierto la iba a tragar como a tantos otros. La sed le desgarraba la garganta, ya no sentía los pies.
El revólver pesaba como plomo en su cintura, inútil, porque ni siquiera había visto un alma en dos días. Y entonces escuchó algo, pasos lentos, cautelosos. abrió los ojos con esfuerzo. Vio una sombra recortada contra el sol, un hombre alto, con piel curtida por el desierto y ojos negros como pozos.
Llevaba una carabina cruzada en la espalda y ropa que parecía de los taraumaras de la sierra. Carolina intentó alcanzar el revólver, pero las manos no le respondieron. El hombre se arrodilló junto a ella, le ofreció una cantimplora de piel. Toma despacio. Ella bebió como animal desesperado. El agua fresca le quemó la garganta seca. Toció, escupió, volvió a beber. ¿Quién eres?, murmuró con voz rasposa.
Me llamo Joaquín, dijo el hombre. Y tú vas a morir aquí si sigues caminando sola. Carolina lo miró con desconfianza, con lo poco que le quedaba de instinto de supervivencia. ¿Qué quieres? Nada, pero sé a dónde vas. Joaquín señaló hacia el norte, hacia la sierra. “Buscas el campamento del coyote?” El corazón de Carolina dio un salto violento.
“¿Cómo lo sabes? Porque no eres la primera mujer que viene caminando por el desierto con esa mirada.” Hizo una pausa. “Y porque vi cuando se llevaron a tu hermana, Carolina sintió que el mundo se detenía. Lo agarró del brazo con fuerza que no sabía que tenía. ¿La viste? ¿Viste a María? Una muchacha rubia llorando. Sí, la vi.
¿Dónde está? ¿Dónde la tienen? Joaquín se soltó con cuidado. Se puso de pie. Está viva por ahora, pero si quieres llegar a ella, necesitas ayuda. Yo puedo llevarte. ¿Por qué? Joaquín miró hacia la sierra y en sus ojos había algo oscuro, algo que parecía culpa. “Porque tengo mis razones.” Se echó la carabina al hombro.
“Descansa una hora. Luego seguimos. No hay tiempo que perder. Carolina no confió en Joaquín. ¿Cómo iba a confiar un hombre que aparece de la nada en medio del desierto que dice haber visto a María, que ofrece ayuda sin pedir nada a cambio. En el norte de México nadie hacía nada por nada, pero tampoco tenía opción. Sola moriría en dos días más.
Con él al menos tenía una posibilidad de llegar viva. Descansó esa hora bajo el mesquite, obligándose a racionar el agua que Joaquín le dio, obligándose a ignorar el dolor en los pies destrozados por las piedras. Joaquín se sentó a unos metros masticando algo que parecía cecina seca, con los ojos fijos en el horizonte, como si pudiera ver cosas que ella no veía, no hablaba. Y eso de alguna manera era peor que si hablara.
Cuando el sol empezó a bajar, Joaquín se levantó sin decir palabra. Carolina lo siguió cojeando, apretando los dientes para no quejarse. Caminaron durante horas, ya con el fresco del atardecer, haciendo el trayecto más soportable. Joaquín conocía cada piedra, cada arbusto, cada sombra.
se movía como animal salvaje, sin hacer ruido, sin dejar rastro. Carolina intentaba seguirle el paso, pero cada músculo de su cuerpo gritaba pidiendo que se detuviera. “¿Cuánto falta?”, preguntó cuando ya no aguantó más. Un día, tal vez dos. Depende de si los rastreadores del coyote andan por aquí. Carolina sintió que el corazón se le apretaba. Nos están buscando. Siempre están buscando. Joaquín escupió en el suelo.
El coyote no perdona que alguien se le escape. Y tú eres testigo de lo que hicieron. Eso te hace peligrosa. Yo no me escapé. Me dejaron viva. Eso es peor. Joaquín la miró por primera vez desde que empezaron a caminar. Significa que no les importó o que querían que sufrieras más tiempo. Las palabras cayeron como piedras en el estómago de Carolina.
Había pensado lo mismo durante esos tres días tirada en el rancho, preguntándose por qué no la mataron tamban bien. Ahora tenía la respuesta y dolía más que cualquier golpe. Acamparon cuando la noche cayó completa, sin fuego, porque el humo se ve a kilómetros en el desierto. Joaquín le dio más ceesina y agua y Carolina comió en silencio, sintiendo como el cuerpo le pedía más, pero sabiendo que tenía que contenerse.
La noche del desierto era fría, tan fría que los huesos le dolían, y se envolvió en el sarape viejo que Joaquín le prestó sin decir nada. ¿Por qué me ayudas? Preguntó Carolina de pronto, rompiendo el silencio que se había vuelto insoportable. Joaquín no contestó de inmediato. Se quedó mirando las estrellas, esas estrellas que brillaban tan claras en el cielo del norte que parecían estar al alcance de la mano. Ya te dije, tengo mis razones.
Eso no es respuesta. Es la única que vas a tener por ahora. Carolina apretó el revólver que llevaba en la cintura, sintiendo el metal frío contra la piel. ¿Cómo sé que no me vas a entregar con ellos, Joaquín? se rió, pero fue una risa seca, sin humor. Si quisiera entregarte, ya lo habría hecho.
Ellos pagan bien por cualquiera que traiga información. Se dio vuelta para mirarla, pero yo no trabajo para el coyote, no más. Esas últimas dos palabras quedaron flotando en el aire como humo. No más. Carolina sintió que algo se le revolvía en el estómago. ¿Trabajaste para él? Todos hemos trabajado para alguien en algún momento. Joaquín se recostó sobre su petate. Duerme.
Mañana vamos a caminar todo el día. Pero Carolina no durmió. se quedó despierta mirando la espalda de Joaquín, preguntándose qué clase de hombre era, qué secretos cargaba, y, sobre todo, preguntándose si había cometido un error al aceptar su ayuda, porque algo en su forma de hablar, en su forma de moverse, le decía que Joaquín no era un simple rastreador, era algo más, algo peligroso.
Al amanecer siguieron caminando. El paisaje cambió poco a poco. El desierto plano dio paso a colinas rocosas, a cañones secos, a peñascos que se alzaban como gigantes dormidos. El calor seguía siendo brutal, pero al menos había más sombra. Joaquín señaló hacia el norte, donde se veía una línea oscura en el horizonte.
La sierra, ahí es donde están. ¿Cuánto falta? Si seguimos así, llegaremos mañana al anochecer. Pero vamos a tener que ser cuidadosos. Hay lugares donde el coyote tiene vigías. Carolina asintió apretando el paso, aunque los pies le sangraran dentro de los botines destrozados.
Cada hora que pasaba era una hora más que María pasaba en manos de esos animales. Cada hora era una eternidad. A mediodía, Joaquín se detuvo de golpe, levantó la mano pidiendo silencio, se agachó, examinó el suelo. Carolina se acercó despacio, el corazón latiéndole fuerte. ¿Qué pasa? Huellas. Tres caballos, tal vez cuatro, pasaron hace pocas horas.
Joaquín se levantó, escudriñó el horizonte. Van hacia el sur, probablemente rastreadores que vienen del campamento. ¿Nos vieron? No, pero eso significa que andan cerca. Tenemos que movernos más rápido. Caminaron durante horas sin detenerse, saltando de sombra en sombra, evitando las crestas donde sus siluetas se verían contra el cielo.
Carolina sentía que los pulmones le iban a estallar, que las piernas se le iban a quebrar, pero no se quejó. Joaquín tampoco aflojó el paso y en algún momento Carolina empezó a respetarlo por eso. No la trataba como mujer frágil, la trataba como igual. Al caer la tarde, llegaron a un cañón estrecho donde un hilo de agua corría entre las piedras. Joaquín se arrodilló, bebió directamente del arroyo y Carolina hizo lo mismo.
El agua estaba fría, casi helada y le supo a gloria después de horas de polvo y sed. Vamos a quedarnos aquí esta noche, dijo Joaquín. Es buen lugar para escondernos y necesitas descansar esos pies. Carolina se quitó los botines, vio las ampollas reventadas, la piel en carne viva. Joaquín sacó de su morral un trapo y unas hojas verdes que Carolina no reconoció.
“Gobernadora”, explicó, “los taraumaras la usan para las heridas.” Masticó las hojas hasta hacer una pasta verde. La untó en los pies de Carolina con cuidado casi delicado. Ella hizo una mueca de dolor, pero no se quejó. Joaquín le vendó los pies con el trapo, apretó bien. Mañana vas a poder caminar mejor. ¿Por qué sabes tanto del desierto?, preguntó Carolina. Joaquín se quedó callado un momento largo.
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