DESPUÉS DE VI0LARM3 CREYERON QUE ESTABA MUERTA, PERO SOBREVIVÍ PARA HACERLOS PAGAR UNO POR UNO

Lupita le dio vuelta, lo puso boca abajo, le puso el cañón en la nuca. Muere como perro cabrón. Disparó otra vez. El cuerpo del coyote Salazar se sacudió una última vez y quedó quieto. Lupita se quedó parada sobre él, respirando pesado, llorando sin sonido. Carolina le puso una mano en el hombro. No dijo nada, no había nada que decir.

El campamento había quedado en silencio. Los disparos habían cesado. Los que no murieron habían huído a la oscuridad. Ignacio y sus hombres juntaban los cuerpos de sus caídos. Habían perdido cuatro, cuatro más para agregar a la cuenta de muertos que esta guerra estúpida había cobrado. Carolina caminó de regreso hacia el centro. Joaquín seguía amarrado al poste, ahora inconsciente.

Le cortó las cuerdas, lo dejó caer con cuidado al suelo. Estaba vivo apenas, pero vivo. Respiraba en jadeos cortos y dolorosos. ¿Por qué lo salvaste?, preguntó Lupita llegando junto a ella. No lo sé. Carolina miró la espalda destrozada de Joaquín. Tal vez porque ya hubo suficiente muerte. O tal vez porque me salvó la vida.

Ahí te salvó. Porque se lo debía. Eso no lo hace bueno. No, pero lo hace humano. Carolina se levantó. Voy a buscar algo para llevarlo. Si lo dejamos aquí, va a morir de las heridas. Encontró un petate. Entre tres lo envolvieron como podían. Joaquín gimió, pero no despertó. Ignacio mandó a dos de sus hombres a cargar con él. ¿Qué van a hacer ahora?, preguntó el viejo Raramuri.

Voy a buscar a mi hermana. Vamos a irnos lejos de aquí, algún lugar donde nadie nos conozca. Y él señaló a Joaquín. Carolina miró al hombre que la había traicionado, que la había ayudado, que había pagado con sangre por sus pecados. Lo voy a dejar en algún pueblo. Si vive o muere, ya es asunto suyo. Ignacio asintió.

Llévenlas hasta donde está la mujer. Nosotros nos quedamos aquí. Hay mucho que cargar. sonríó sin alegría. El coyote tenía razón en algo. Esto nos va a dar poder. Suficientes armas para defendernos la próxima vez que vengan los federales. Se despidieron sin muchas palabras. No hacían falta. Habían compartido sangre. Eso era suficiente.

Caminaron de regreso a la cueva guiados por dos Raramuri. Carolina arrastraba los pies sintiéndose como si pesara 1000 kg. El cielo empezaba a aclararse en el este. Pronto amanecería, un nuevo día. Pero no se sentía como nuevo, se sentía como el mismo día de que llevaba viviendo desde que mataron a Rafael. Llegaron a la cueva cuando el sol ya pintaba las rocas de rosa y dorado.

María estaba despierta, sentada en la entrada, abrazándose las rodillas. Cuando vio a Carolina, se levantó de un salto. Carolina. Se abrazaron en medio del camino, las dos llorando, las dos temblando. Carolina sintió el cuerpo delgado de su hermana contra el suyo y supo que esto, esto era lo único que importaba.

No la venganza, no la justicia, solo esto, tener a María viva en sus brazos. Terminó, susurró María. Ya terminó. Carolina miró hacia atrás, hacia donde quedaba el campamento, donde los cuerpos de los muertos esperaban a que los zopilotes bajaran. Sí, hermanita, ya terminó. Pero las dos sabían que era mentira. Esto nunca iba a terminar. iban a cargar esto por el resto de sus vidas, las cicatrices, los recuerdos, las pesadillas, pero al menos iban a cargarlo juntas.

Los Raramuri las dejaron ahí, llevándose a Joaquín con ellos. Dijeron que lo dejarían en un pueblo dos días al sur con un curandero que tal vez podría salvarlo o tal vez no. Ya no era problema de Carolina. Se quedaron en la cueva ese día descansando, curando heridas, tratando de procesar lo que había pasado. Las otras dos mujeres decidieron irse con los Raramuri. Una de ellas tenía familia en Durango.

La otra simplemente quería alejarse lo más posible de estas montañas malditas. Carolina no las culpaba. Al anochecer, cuando el calor bajó, Carolina y María empezaron a caminar hacia el sur, lejos de la sierra, lejos del campamento, lejos de todo lo que les recordara esta pesadilla. Caminaron durante días.

A veces llovía y se refugiaban bajo los árboles. A veces el sol pegaba tan fuerte que tenían que detenerse cada hora, pero siguieron adelante, porque detenerse era morir. Y ya habían visto demasiada muerte. Llegaron a un pueblo pequeño al pie de la sierra. Nadie las conocía ahí. Nadie les preguntó de dónde venían o qué hacían solas.

En tiempos de revolución había demasiadas viudas caminando por los caminos, demasiadas hermanas huérfanas buscando refugio. Encontraron trabajo en una casa. Carolina lavando ropa, María ayudando en la cocina cuando la fiebre no la tumbaba. No era mucho, pero era algo. Era empezar otra vez.

Una noche, un mes después de haber llegado al pueblo, María le preguntó, “¿Qué vamos a hacer con el bebé?” Carolina había tratado de no pensar en eso, de no pensar en que dentro de María crecía un pedazo de la violencia que habían sufrido. No lo sé, dijo honestamente. ¿Tú qué quieres hacer? María se tocó el vientre todavía plano. No lo sé.

A veces pienso que debería, pero otras veces pienso que es lo único que queda, lo único vivo que salió de todo esto. No tienes que decidir ahora. Y si se parece a ellos, y si tiene la cara del coyote o del tuerto, entonces va a tener tu corazón y eso es lo que va a importar. María lloró esa noche. Lloró mucho y Carolina la abrazó, le acarició el pelo, le cantó las canciones que su madre les cantaba cuando eran niñas, antes de que la fiebre se la llevara.

También pasaron los meses, el vientre de María creció. Carolina trabajaba doble para conseguir dinero para cuando llegara el bebé. Algunos días eran buenos, otros eran imposibles, pero siguieron adelante. Y una noche, 6 meses después de haber llegado al pueblo, alguien tocó a la puerta de su cuartito. Carolina agarró el machete que guardaba bajo el catre.

María se escondió detrás de ella conteniendo la respiración. Nadie tocaba puertas a estas horas. Nada bueno venía después del anochecer. ¿Quién es?, preguntó Carolina con voz firme. Silencio. Luego una voz ronca. Débil. Soy yo. Carolina sintió que algo se le apretaba en el pecho. Conocía esa voz. abrió la puerta despacio, el machete listo.

Joaquín estaba parado en el umbral, o más bien se sostenía contra el marco porque parecía que se iba a caer en cualquier momento. Estaba más flaco, con la piel pegada a los huesos, la barba larga y descuidada, la espalda, Carolina sabía, debía ser puro tejido de cicatriz, pero estaba vivo. ¿Qué haces aquí? preguntó Carolina sin bajar el machete.

Necesitaba, Necesitaba verte, saber que estaban bien. Estamos bien, ya lo viste. Ahora vete, Carolina, por favor, solo déjame dejarte que explicarte, disculparte. Carolina sintió la rabia volviendo. Ese fuego que había tratado de apagar durante meses. No hay nada que puedas decir que cambie lo que pasó. Lo sé. Joaquín tosió. se tambaleó.

No vine a pedir perdón. Vine a pagarte. Sacó algo de su morral. Una bolsa de cuero. La dejó caer en el suelo. Monedas de plata rodaron por el piso de tierra. Es todo lo que tengo. Todo lo que pude juntar en estos meses. Pensé que Pensé que te podría ayudar para el bebé. Carolina miró el dinero.

Luego miró a Joaquín. vio a un hombre destruido, comido por la culpa, tratando de comprar algo de paz para su conciencia. No quiero tu dinero. Entonces, quémalo, tíralo, haz lo que quieras, pero yo ya no puedo cargarlo. Joaquín se dejó caer de rodillas. No puedo cargar nada más.

María salió de detrás de Carolina, miró a Joaquín largo rato, el hombre que había estado ahí la noche que su vida se rompió. El hombre que no hizo nada mientras la violaban, mientras mataban a Rafael, pero también el hombre que después arriesgó su vida para salvarla. ¿De verdad lo sientes?, preguntó María con voz pequeña. Joaquín la miró con ojos llenos de lágrimas.

Cada día, cada hora, cada vez que cierro los ojos, veo esa noche y me odio por no haber sido lo suficientemente valiente. El arrepentimiento no cambia nada. dijo María, “Pero supongo que es algo.” Joaquín asintió, bajó la cabeza. Carolina recogió la bolsa del suelo, la sopesó en la mano. Era dinero de sangre, dinero sucio, pero también era comida para María, medicina para cuando el bebé naciera, tal vez un lugar mejor para vivir.

“Quédate esta noche”, dijo finalmente, “pero mañana te vas y no vuelves. Gracias.” Joaquín se arrastró hacia una esquina. se acurrucó ahí como perro apaleado. Esa noche ninguno durmió bien. Carolina escuchaba la respiración trabajosa de Joaquín, sus gemidos cuando se movía y las cicatrices le jalaban.

María temblaba con pesadillas, despertaba gritando, volvía a dormir. Y Carolina se quedó despierta vigilando con el machete en la mano, preguntándose si había hecho bien en dejarlo entrar. Al amanecer, Joaquín se levantó con dificultad. Carolina le dio tortillas frías y agua. Él comió en silencio, sin mirarlas.

 

 

 

⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬

Leave a Comment