A veces, sus amigas la elogiaban:
—“Qué suerte tienes, Elena. Tu esposo te trata como a una reina.”
Ella sonreía con un gesto leve.
—“Sí… tengo lo que necesito: mis hijos.”
Doce años después, todo cambió de golpe.
Raúl, el hombre siempre tan fuerte y altivo, empezó a perder peso rápidamente. El diagnóstico cayó como un balde de agua helada: cáncer de hígado en etapa terminal.
El tratamiento en el Hospital Ángeles fue costoso, doloroso e inútil. En pocas semanas, el empresario que había llenado su vida de arrogancia se convirtió en un cuerpo frágil, con piel amarillenta y voz quebrada. Y junto a él, día y noche, solo estaba Elena.
Ella lo alimentaba con paciencia, le limpiaba el sudor, cambiaba las sábanas, lo ayudaba a girar sobre la cama. Sin una sola queja.
No lloraba. No sonreía. Solo hacía lo que debía.
A veces, los enfermeros murmuraban:
—“Qué mujer tan buena… aún lo cuida con tanto amor.”
Pero nadie sabía que ya no era amor, sino deber.
Un atardecer, cuando el sol se filtraba a través de las persianas del cuarto, apareció la otra.
Una mujer joven, de vestido rojo y labios perfectos, caminó por el pasillo con unos tacones que resonaban como cuchillos sobre el piso del hospital.
Cuando abrió la puerta y vio a Elena sentada al borde de la cama, detuvo su paso.
El silencio fue insoportable.
Elena levantó la vista, la observó un segundo, y con voz baja dijo:
—“Él ya no puede hablar mucho… pero si quieres despedirte, puedes hacerlo.”
La joven tragó saliva, miró el rostro del enfermo —y retrocedió. Luego, sin decir palabra, dio media vuelta y desapareció.
Nadie puede competir con una mujer que ha sufrido en silencio durante doce años.
Esa noche, Raúl intentó hablar.
Su respiración era débil, el sonido del oxígeno llenaba la habitación.
—“E… Elenita…” —susurró— “Perdóname… por todo… yo… yo sé que te lastimé… pero… tú… aún me amas… ¿verdad?”
Elena lo miró largo rato.
En sus ojos no había odio, pero tampoco ternura.
Solo una calma profunda, la de quien ya no siente nada.
Sonrió con un leve temblor en los labios: