La gente tiraba basura frente a nuestra casa. Los niños se burlaban de mí en el mercado, coreando: «¡Hanh no tiene marido!». Incluso viejos amigos me dieron la espalda.
Lo soporté todo: cosechando arroz, lavando platos, fregando suelos; con el vientre pesado, con el corazón aún más apesadumbrado.
Mis padres eran bondadosos, pero estaban agobiados. Mi padre envejeció de la noche a la mañana por la vergüenza; mi madre lloraba en silencio por las noches.
Cuando mi hijo nació en una noche tormentosa de septiembre, la partera me miró con desprecio. «No tienes marido que te alimente», murmuró. «Los dos moriréis de hambre».
Abracé a mi recién nacido y le susurré: «No será así. Te lo prometo».
Lo llamé Minh, que significa «brillante» y «claro», porque creía que algún día la verdad saldría a la luz.
Una década de lucha
Tras la muerte de mis padres —mi padre cuando Minh tenía tres años, mi madre cuando tenía siete—, solo quedamos nosotros dos. Trabajaba donde fuera: en el campo, en restaurantes, en casas.
La señora Phuong, la dueña del restaurante, era la única que me trataba con amabilidad. «Trabajas mucho», me decía. «Te mereces algo mejor».
Pero los demás nunca dejaban de chismorrear. Minh también sufría. En la escuela, los niños repetían las crueles palabras de sus padres. Llegaba a casa llorando, preguntando por qué éramos diferentes.
—Me tienes a mí —le decía, sujetándole los hombros—. Y con eso basta.
Pero cada noche, mientras dormía, encendía una vela y miraba la vieja foto de Thanh. Su sonrisa me atormentaba. ¿Adónde fuiste? ¿Nos olvidaste?
La mañana de los coches
Habían pasado diez años. Llovía aquella mañana mientras remendaba el uniforme roto de Minh. El ritmo constante de la lluvia se vio interrumpido de repente por el rugido de los motores.
Salí. Tres coches negros de lujo avanzaban lentamente por nuestra calle embarrada. Los vecinos salieron corriendo, murmurando con asombro.
Cuando los coches se detuvieron justo delante de mi casa, me quedé paralizada. Un conductor con traje negro salió, abrió la puerta y apareció un anciano.
Me miró fijamente a través de la lluvia, con el rostro temblando de emoción. —¿Hanh? —me llamó.
No respondí. El hombre dio un paso al frente y, para sorpresa de todos, cayó de rodillas en el barro. —Por favor —exclamó entre lágrimas—, por fin te he encontrado… y a mi nieto.
Se me heló la sangre. —¿Tu… nieto?
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