El juzgado olía ligeramente a lejía y a desesperanza. Me quedé allí de pie, con mi vestido de segunda mano, agarrando un bolso descolorido que había pertenecido a mi madre. Al otro lado de la mesa, mi exmarido, Mark, firmaba los papeles del divorcio, con una sonrisa de satisfacción que le atravesaba el rostro como una cuchilla. A su lado, su prometida —joven, elegante y reluciente
con su elegante vestido de seda— se inclinó y le susurró algo que lo hizo reír.
“¿Ni siquiera te molestaste en arreglarte, Emma?”, preguntó, con un tono cargado de veneno disfrazado de encanto.
Mark no levantó la vista. “Siempre ha estado anclada en el pasado”, respondió con frialdad, tirando el bolígrafo a un lado. “Supongo que se quedará ahí”.
El abogado me acercó el último juego de papeles. Me temblaban las manos al garabateé mi nombre, poniendo fin a doce años de un matrimonio que se había convertido en una lenta quema de decepciones. El acuerdo: diez mil dólares y un silencio tan pesado que me destrozaría.
Cuando salieron, su risa persistió, ligera y cruel, como un perfume que no se desvanecería. Me quedé quieta un buen rato, observando cómo se secaba la tinta junto a mi firma, dándome cuenta de que mi mundo se había derrumbado silenciosamente en esa habitación estéril.
Entonces, vibró mi teléfono.
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