“No te preocupes, seré tu nuera y cuidaré de tu familia. Puede que no pueda visitar a mis padres más de una vez al año”.
Al final, le rogué a mi madre, y ella accedió con dudas. Pero a partir de entonces, cada vez que quería llevar a mi esposa e hijos a casa de mis suegros, ella encontraba excusas para no hacerlo.
Conflictos con la suegra
Cuando nació nuestro primer hijo, Anita empezó a cambiar. Surgieron diferencias sobre cómo criarlo. Pensé: “Mi madre solo quiere lo mejor para su nieto; ¿qué hay de malo en seguir sus consejos?”.
Pero Anita se negaba. A veces incluso discutían por cosas como darle leche o papilla al niño. Mi madre se enfadaba, rompía platos y luego enfermaba durante una semana.
Hace poco, cuando llevamos al bebé a casa de mi madre, la situación empeoró. El niño tuvo fiebre alta y convulsiones. Mi madre culpó a Anita:
“¿No sabes cómo proteger a mi nieto? ¿Cómo pudiste dejar que enfermara así?”.
Sentí que mi madre tenía razón. Culpé a Anita, y ella empezó a mostrar abiertamente su frustración.
La pelea y la noche en el almacén
Esa noche, Anita no durmió, cuidando al niño. Yo, cansada del largo viaje, subí a dormir con mis padres.
A la mañana siguiente, llegaron unos familiares de visita. Mi madre le dio a Anita 1000 rupias y le pidió que fuera al mercado a comprar comida para los invitados. Vi que mi esposa estaba agotada, pero justo cuando iba a decir algo, mi madre gritó:
—¡Si vas al mercado, se burlan de ti! Yo también estuve despierta toda la noche y mañana estaré trabajando. ¡Es la nuera; debería encargarse de la cocina!
Anita, todavía acostada en la cama, respondió:
—Estuve despierta toda la noche cuidando a tu nieto. Estos invitados son tuyos, no míos. Soy la nuera, no una sirvienta.
Mi madre y yo nos miramos. Me sentí avergonzada delante de los familiares. Enfurecida, arrastré a Anita al almacén y la obligué a dormir allí. Sin colchón ni manta.
Le dije: “Esta vez tengo que ser estricta para que no vuelvas a discutir con tu suegra”.
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