La noche que murió, la lluvia caía como si Dios mismo llorara. Joseph sostuvo la mano fría de Amara en la cama del hospital, observando la pantalla plana mientras el médico susurraba: «Se ha ido». Su mundo se hizo añicos al instante.
Llevaban tres años casados, sin hijos, pero profundamente enamorados. Ella lo había sido todo para él: su risa, su compañera de oración, su hogar. Dijeron que murió por complicaciones de una enfermedad repentina que nadie pudo explicar.
La enterró con manos temblorosas, negándose a permitir que nadie más tocara su ataúd.
Lloró tanto que la gente empezó a preguntarse si sobreviviría a su dolor. Todas las noches, durante meses, visitó su tumba, habló con ella, le dejó flores, a veces comida, como un hombre que no entendía que la muerte era definitiva. Seis meses después, finalmente decidió seguir adelante.
Cambió de trabajo, dejó de ir al cementerio e incluso empezó a asistir a un grupo de apoyo para el duelo. Fue entonces cuando las cosas empezaron a ponerse raras. Una tarde fría, Joseph regresó a casa del trabajo y encontró huellas de barro en la puerta de su casa. Eran descalzas, pequeñas y familiares. El aroma del perfume de Amara impregnaba el aire; el mismo que había enterrado con ella.
Su corazón se aceleró mientras gritaba: “¿Quién es?” No hubo respuesta.
Pero el sonido de un suave zumbido provenía del interior: la misma canción que Amara siempre cantaba cuando cocinaba.
Le temblaban las piernas. Lentamente, abrió la puerta de la cocina… y dejó caer la bolsa de la compra en su mano. Allí de pie, con el mismo vestido morado con el que la enterró, estaba Amara. Su piel pálida, su cabello más largo, su vientre visiblemente hinchado.
Sus ojos se encontraron con los de él y sonrió levemente. «Joseph», susurró, «me enterraste viva». Sus rodillas se doblaron y se tambaleó hacia atrás, con la voz temblorosa. «Amara… ¿qué… qué estás diciendo? Estás muerto.»
¡Yo misma te enterré! —Bajó la mirada hacia su vientre y luego volvió a mirarlo—. Y ahora… llevo algo que no es tuyo. Las luces parpadearon, el aire se enfrió y el grito de Joseph resonó por toda la casa mientras afuera retumbaban los truenos.
EPISODIO 2