Ambos se dieron la vuelta y se fueron, arrastrando las sandalias por el suelo, como si pesaran toneladas.
Permanecí sentado, con las manos temblorosas mientras sostenía el testamento.
Mi padre me puso la mano en el hombro y me la apretó con fuerza:
“Ya no tienes que pagar esa deuda. Ese dinero… fue una prueba. Lo pagué hace mucho tiempo”.
Fue entonces cuando comprendí que ese año no había sido solo un viaje para saldar un préstamo, sino una prueba de lealtad para ver quién realmente valoraba la sangre y la familia.
Al día siguiente, la noticia del testamento se extendió por toda la familia. Algunos decían que mi padre había sido sabio, otros lo acusaban de injusto.
Pero seguí cuidándolo como siempre, porque sabía que la herencia más valiosa que había recibido… no era la casa ni el terreno, sino la plena confianza que había depositado en mí.
Y eso… nadie podría arrebatármelo jamás.