Un mes después, Léa regresó al aeropuerto. Esta vez, ya no había rastro de ansiedad en sus ojos. Solo dulzura… e inmensa gratitud. En sus brazos, un bebé dormía plácidamente: el pequeño Maël. Y en su mano, un ramo de flores.
En cuanto la vio, Oslo corrió hacia ella, contenido pero visiblemente feliz. La reconoció. Rodeó a Léa, se acercó a la bebé y, con mucho cuidado, con la punta del hocico, rozó su piececito bajo la manta.
Léa sonrió, se conmovió y susurró suavemente:
“Aquí está tu ángel de la guarda, mi Maël”.
Y entendí una cosa: a veces, un perro percibe mucho antes que nosotros lo que nuestros ojos aún se niegan a ver.