“Eres una pobrecita”, rió mi suegra, sin imaginar que yo trabajaba de limpiadora a propósito… y que ahora mismo ella estaba en MI propio centro de negocios.
“Y pensar que mi hijo se metió en este lío…”
Su voz sonó como una bofetada, obligándome a enderezarme. Agarré con fuerza el mango de la fregona y me giré lentamente.
María Teresa, mi suegra, estaba de pie en medio del pasillo con los brazos cruzados. Llevaba un traje pantalón caro, el pelo impecable y esa arruga de desprecio junto a los labios. Trabajaba como jefa de contabilidad en una de las empresas más grandes que alquilaban oficinas en el edificio.
“Al menos podrías mantener la cabeza alta mientras friegas el suelo. ¿Y si alguien de la gerencia te ve con esa cara de pocos amigos? Te despiden en dos minutos”.
“Buenos días, doña María Teresa”.
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