No eres necesario aquí —murmuró.
Lo miré. Sus ojos brillaban de impaciencia, como si quisiera pasar página rápidamente, como si la muerte de mi padre fuera solo una interrupción en su agenda. No respondí. Solo sonreí. Porque él no sabía nada, absolutamente nada, de lo que estaba a punto de descubrir.
El funeral transcurrió con solemnidad. Discursos, flores blancas, miradas sombrías. Permanecí en silencio, con la fuerza de quien despierta de un largo sueño. Tomás, en cambio, parecía molesto por mi distanciamiento; estaba acostumbrado a que preguntara, dudara, obedeciera.
Al salir de la iglesia, se volvió hacia mí para decirme algo más, pero su voz se quebró de repente. Frente al edificio, tres limusinas negras estaban alineadas en una impecable fila, brillando contra el cielo gris.
Tomás palideció.
“¿Quiénes son esos hombres?” susurró.
Los hombres descendieron de los vehículos: trajes oscuros, porte profesional, cada uno con movimientos perfectamente coordinados. No eran guardaespaldas comunes ni chóferes contratados. Eran el tipo de personal que solo trabaja para quienes tienen el poder de pagar por su silencio y lealtad.
Me acerqué a él y le puse una mano en el brazo, como si compartiéramos un secreto íntimo.
“Trabajan para mí”, respondí con calma.
Tomás retrocedió un poco, confundido, casi asustado.
Caminé hacia el primer vehículo. El líder del grupo, un hombre alto de mirada penetrante, me abrió la puerta, haciendo una reverencia con la cabeza.
“Señora Hall, estamos a su servicio”, dijo.
Señora Hall. No Llorente. Hall. Mi nombre de nacimiento, el que mi padre siempre quiso que llevara con orgullo.
En ese instante, comprendí que mi vida había cambiado para siempre. Mi padre no solo me había dejado su recuerdo; me había dejado una herencia secreta, cuidadosamente guardada de quienes pudieran manipularme o usarme.
Mientras Tomás observaba desde la acera, con el rostro contorsionado por el dolor, supe que lo que se avecinaba no era el fin de una era…
Fue el verdadero comienzo.
Los hombres que asistieron al funeral me acompañaron a la casa familiar en el barrio de Sarrià, una espaciosa residencia que Tomás siempre había envidiado. Nunca me atreví a llevarlo allí cuando mi padre vivía; Richard prefirió mantener las distancias desde el primer momento en que lo conoció.
El líder del grupo, Gabriel Knox, me entregó una carpeta negra.
“Tu padre nos ordenó que te entregáramos esto tan pronto como falleciera”, explicó.
Mi corazón se aceleró. Abrí la carpeta con cuidado. Dentro había documentos bancarios, escrituras de propiedades en Barcelona, Málaga y Londres, y una carta escrita con la inconfundible letra de mi padre.
Lo abrí.
“Mi querida Alexandra,
Sé que durante años dudaste de tu propio valor porque alguien te lo hizo dudar. No te culpes. Los depredadores siempre reconocen la bondad como debilidad, y Tomás lo hizo desde el primer día. Por eso mantuve mi fortuna oculta, para protegerte. Ahora es tuya. Úsala con sabiduría, con dignidad… y con libertad.
Tuve que cerrar los ojos. Mi padre había visto lo que yo me negaba a aceptar.
Tomás nunca me amó. Él me eligió.
Cuando llegué a casa, Tomás me esperaba en la sala, nervioso, sin poder ocultar su desesperación.
—¿Qué pasa, Alex? ¿Quiénes son esas personas? —preguntó alzando la voz.
Me quité el abrigo con calma.
“Son parte del equipo que mi padre dejó a mi cargo”.
Él frunció el ceño.
¿A tu cargo? ¿Desde cuándo tienes… “equipo”? —preguntó, haciendo comillas en el aire.
“Desde hoy”, respondí, dejando claro que la situación había cambiado.
Pero Tomás no podía tolerar perder el control.
—No puedes gestionar una herencia así. No tienes la experiencia. Déjame encargarme de esto —dijo, acercándose, intentando parecer protector.
—La herencia es mía —respondí con firmeza—. Y ya no necesito que gestiones nada.
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