En mi boda, mi hermana me agarró la muñeca y me susurró: «Empuja el pastel… ahora». Y cuando miré sus manos temblorosas y luego los ojos fríos de mi marido, me di cuenta de que el hombre con el que me acababa de casar ocultaba una verdad que yo nunca debí ver.

Seguí su mirada por encima de su hombro.

Directo a Cole.

Él no me miraba.
Él no miraba a Natalie.

Estaba mirando su reloj.

Tenía la mandíbula apretada. Los hombros firmes. Una pequeña curva en la comisura de sus labios, una leve sonrisa que me pareció extraña en cuanto la vi. Ni cálida ni orgullosa.

Parecía un hombre haciendo una cuenta regresiva para obtener un resultado que ya esperaba.

Por un instante, los sonidos de la habitación se desvanecieron. Solo podía oír el suave tintineo del cristal y mi propia respiración. Una vocecita en mi interior susurró: « Algo anda mal».

Él me miró y esa casi sonrisa nunca llegó a sus ojos.

—Adelante, cariño —dijo, apretando su mano sobre la mía con el cuchillo—. Haz un corte profundo.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Así no sonaba un marido.
Era como sonaba alguien que esperaba a que un plan funcionara.

Algo dentro de mí se quebró.

Antes de poder perder el valor, cambié mi peso y golpeé mi cadera contra la mesa.

El soporte del pastel se deslizó.
La imponente obra maestra se inclinó en cámara lenta.

Luego, seis niveles perfectos de glaseado blanco y flores de azúcar cayeron al suelo de mármol.

La sala estalló en exclamaciones ahogadas. Alguien dejó caer un vaso. Algunos retrocedieron instintivamente para evitar el desastre.

No miré el pastel.
Miré a Cole.

La máscara se cayó.

El novio encantador y constante había desaparecido.
En su lugar había algo afilado, frío y furioso que no podía ocultar con la suficiente rapidez.

“¿Qué hiciste?” susurró en voz baja, clavándose los dedos en mi brazo.

Antes de que pudiera hablar, Natalie me agarró.

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