En mi noche de bodas, la doncella leal tocó suavemente y susurró: «Si valoras tu vida, escapa por la puerta trasera antes de que sea demasiado tarde». Por la mañana, estaba de rodillas, llorando mientras agradecía a la mujer que me salvó de una muerte segura.

Corrí hasta que me ardieron los pulmones. Bajo una tenue farola, una moto estaba parada. Un hombre de mediana edad me subió al asiento y corrió a través de la noche. Agarrando su chaqueta, las lágrimas corrían incontrolablemente.

Casi una hora después, nos detuvimos en una pequeña casa a las afueras. El hombre me condujo adentro, murmurando: “Descansa aquí. Ya estás a salvo”.

Me desplomé, temblando. Mi mente daba vueltas: ¿Por qué la criada lo había arriesgado todo por mí? ¿De qué horror me había librado por poco? ¿Quién era ese hombre con el que me había casado?

No pude conciliar el sueño. Cualquier ruido me sobresaltaba: el ladrido de un perro, el paso de un coche. El hombre estaba fumando en el porche, con el rostro ensombrecido por las sombras, y sus ojos reflejaban compasión e inquietud.

Al amanecer, llegó la criada. Caí a sus pies agradecida, pero ella me levantó con voz áspera:

“Debes oír la verdad si quieres salvarte”.

Sus palabras me destrozaron. Tras la opulenta riqueza familiar se escondían negocios criminales y montañas de deudas. Mi matrimonio no había sido un romance, sino una transacción. Me habían dado como garantía.

Peor aún, mi marido no era un hombre cualquiera. Violento, adicto, con un pasado oscuro. Dos años antes, una joven había muerto en circunstancias sospechosas en esa misma casa. El escándalo se silenció con dinero y poder. La criada confesó: si me hubiera quedado en esa habitación, quizá no habría visto el amanecer.

Me estremecí al recordar su mirada gélida en la boda, el apretón doloroso de su mano. Lo que había confundido con nerviosismo era una señal de alerta desde el principio.

El hombre que me había llevado, el sobrino lejano de la criada, habló con gravedad:
“No puedes regresar. Te buscarán, y cada minuto que te demores, el riesgo aumenta”.

Pero no tenía nada: ni dinero, ni teléfono, ni papeles. Mis pertenencias habían sido confiscadas “para evitar distracciones”.

La criada me puso una bolsa en las manos: algunos billetes, un teléfono desgastado, mi identificación que había recuperado en secreto. Lloré, abrumada. Había escapado de una trampa, pero mi futuro era una niebla.

Llamé a mi madre, ahogándome en las palabras. La criada me instó a revelar poco, sabiendo que la familia me rastrearía. Mi madre sollozaba, rogándome que siguiera con vida.

Durante días me escondí en esa casa de las afueras, sin aventurarme a salir. El sobrino trajo comida; La criada se mantuvo oculta en la mansión. Mi vida se redujo a sombras. Me atormentaban preguntas: ¿Por qué yo? ¿Podría alguna vez superar la situación o estaba condenada a desaparecer en la clandestinidad?

Entonces, una tarde, la criada regresó con el rostro serio:

“Empiezan a sospechar. Debes planear rápido. Este lugar no será seguro por mucho tiempo más”.

Esa noche, me confesó que solo una cosa podía acabar con esta pesadilla: pruebas. Había guardado libros de contabilidad y papeles, registros de los negocios ilícitos de la familia. Exponerlos traería justicia, pero recuperarlos era peligroso.

 

 

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