En mi propia celebración de aniversario, mi suegra me acusó repentinamente de robarle sus joyas. Cuando lo negué, ella y mi cuñada se abalanzaron sobre mí gritando: “¡Regístrenla! ¡Es la ladrona!”. Delante de doscientos invitados, me rasgaron el vestido. Humillada y expulsada del salón, hice una llamada, y esa llamada lo cambió todo.
Me arrancaron el vestido delante de doscientas personas, llamándome cazafortunas que no merecía a su hijo. Mi suegra se rió mientras yo estaba allí, medio desnuda, temblando de humillación. Ninguno de ellos sabía que mi padre estaba mirando, y estaba a punto de recordarles exactamente quién era yo.
Mi nombre es Ava, y este es el momento en que aprendí que las personas que deberían protegerte pueden ser las mismas que te destruyan, y que a veces la justicia llega disfrazada de venganza inesperada.
Cuando conocí a Adrián Montemayor, yo era solo una estudiante universitaria más. Era encantador, divertido y me hacía sentir reconocida. En menos de un año, nos casamos. Venía de una antigua y adinerada familia mexicana: elegante, orgullosa y dolorosamente arrogante. Pero no me importaba. Lo amaba a él, no al lujo con el que creció.
Lo que él nunca supo fue que yo también provenía de una familia adinerada, mucho más de lo que imaginaba. Mi padre, Daniel Herrera, es un multimillonario hecho a sí mismo. Pero después de ver cómo la avaricia arruinaba a quienes lo rodeaban, decidí vivir con un nombre diferente y mantener mi pasado en privado, con la esperanza de encontrar el amor sin que el dinero lo afectara. Mi padre lo entendió y me hizo prometer una cosa: si alguna vez me necesitas de verdad, llámame.
Durante dos años, no lo hice. Quería construir una vida a mi manera. Pero la familia de Adrian lo hizo casi imposible.
Su madre, Harper, no se molestaba en ocultar su desdén.
«Nuestra familia tiene principios», decía con frialdad.
Su padre, Grant, me trataba como si no existiera.
Y su hermana, Aria —la peor de todas— fingía dulzura mientras soltaba veneno.
«Adrian podría haberse casado con cualquiera», susurraba, «pero te eligió a ti».
Adrián nunca me defendió.
«Así son», decía. «Esfuérzate más».
Así lo intenté, hasta la noche que lo destruyó todo.
Para nuestro segundo aniversario, Harper insistió en organizar un evento suntuoso en su hacienda. Dijo que era para celebrarnos, pero en realidad era una muestra de su riqueza. Candelabros, fuentes de champán y doscientos invitados de élite llenaron la propiedad. Llegué con un sencillo vestido color crema y al instante me sentí dolorosamente fuera de lugar entre brillantes piezas de diseñador y escotes repletos de diamantes.
—Ay, Ava, ya estás aquí —dijo Harper, con una sonrisa cortante—.
¡Qué… pintoresca te ves!
—Aria rió disimuladamente a su lado.
Quería desaparecer.