En nuestro aniversario, vi a mi esposo echar algo en mi copa. La cambié por la de su hermana…
Miguel, sosteniendo a su madre entre soyosos, los paramédicos empujando la camilla con Lucía. Las puertas del restaurante se cerraron tras ellos. Mi suegro y yo nos quedamos solos en la mesa, rodeados de platos a medio comer y copas de vino aún llenas. Antonio suspiró y me miró largo rato pensativo. “Qué situación tan extraña, ¿no le parece?”, murmuró. No sabía a qué se refería.
¿Sabía algo? ¿Sos de mí? ¿O quizás sospechaba de su propio hijo? Sí, muy extraña. Dije sin saber qué más contestar. Antonio asintió como si hubiera confirmado alguna idea en su mente y le hizo una seña al camarero. La cuenta, por favor. Y que nos pidan un taxi. En el camino a casa no dijimos nada.
Yo miraba por la ventana las luces de la ciudad pasando velozmente, pensando en todo lo que había pasado. ¿Qué había en ese sobre? veneno, alguna droga. Y lo más importante, ¿por qué? ¿Por qué Miguel querría envenenarme en nuestro aniversario frente a toda la familia? Volví a repasar nuestros años juntos. ¿Cuándo empezó a romperse todo? ¿En qué momento apareció esa grieta entre nosotros que terminó convirtiéndose en un abismo? Nos conocimos cuando yo tenía 22 y el 27.
un joven empresario exitoso de familia acomodada. Yo, una chica sencilla del interior que llegó a Madrid a estudiar. Nuestro romance fue rápido y a los 6 meses me propuso matrimonio. Su familia se opuso desde el principio, sobre todo Lucía. Ella es dos años mayor que Miguel y siempre sintió que debía guiar a su hermano.
Cuando él me llevó a conocerlos, sentí de inmediato su rechazo. Me escaneó de arriba a abajo y le preguntó a Miguel. ¿Estás seguro? No me lo preguntó a mí, sino a él, como si yo fuera un objeto que él estaba considerando comprar. Pero Miguel me amaba entonces. O al menos eso creía yo. No escuchó ni a su hermana ni a sus padres. Nos casamos a pesar de su oposición. Los primeros años fueron felices.
Tuvimos una hija, Carmen, y yo pensé que eso suavizaría la actitud de su familia hacia mí. Pero no fue así. A Carmen la adoraban, la aceptaron sin reservas, pero a mí seguían viéndome como una intrusa. Con el tiempo aprendí a vivir con eso. Aprendí a sonreír cuando Lucía lanzaba sus comentarios venenosos. Aprendí a ignorar la frialdad de mi suegra.
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Aprendí a valorar los pocos gestos de cercanía de mi suegro, que parecía tratarme con algo más de humanidad que los demás. Aprendí a no notar como Miguel se iba alejando poco a poco, como cada vez llegaba más tarde del trabajo, como nuestras conversaciones se reducían a lo básico, como sus abrazos se volvían cada vez más fríos.
Carmen creció, entró a la universidad en el extranjero. Los últimos dos años vivía en Inglaterra y solo venía en vacaciones. Desde que se fue, la casa se sentía más vacía, más ajena. Ya llegamos”, dijo el taxista sacándome de mis pensamientos. Mi suegro pagó y bajamos frente a nuestra casa una gran mansión en la moraleja, una casa que nunca sentí como mía, a pesar de haber vivido en ella casi 20 años.
¿Quieres que entre contigo? Me ofreció. No deberías quedarte sola esta noche. Lo miré sorprendida. En todos estos años era la primera vez que tenía un gesto así conmigo. Gracias, pero estoy bien. Usted también necesita descansar. Asintió. Como quieras. Llámame si necesitas algo. Entré a la casa vacía y enseguida sentí el peso del silencio.
Normalmente no me molestaba, pero esa noche cada crujido, cada sonido me sobresaltaba. Encendí todas las luces como si eso pudiera protegerme de los pensamientos oscuros que me asfixiaban. Y si Lucía moría y si yo era la causa de su muerte. Aunque nunca fue mi amiga, aunque hizo todo lo posible por amargarme la vida, jamás le deseé la muerte.
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