En la audiencia de divorcio, mi esposo se recostó en su silla, todo fanfarronería y confianza, y anunció: «No volverás a ver un dólar mío». Su amante intervino: «Así es, cariño». Su madre añadió con una sonrisa venenosa: «No vale ni un céntimo».
El juez abrió la carta sellada que le había entregado antes de la audiencia, la repasó unos segundos… y de repente se rió entre dientes. Se inclinó hacia delante y murmuró: «Bueno… esto cambia las cosas».
Los tres palidecieron. No tenían ni idea de que esa carta ya había desmantelado todo lo que creían que podrían conseguir.
La sala del tribunal se sentía gélida esa mañana, quizá porque por fin comprendí mi propia fuerza. Daniel Carter entró con paso firme, actuando como si él mismo lo mandara. Alto, refinado, presumido. Se dejó caer en su silla, con los brazos estirados tras la cabeza, sonriendo como si ya tuviera el veredicto en el bolsillo.
Su amante, Lana Wells, se aferró a él como si estuviera haciendo una audición para una serie dramática barata. Se echó el pelo perfecto y habló tan alto que todos la oyeron: «Tranquilo, cariño. Nunca más tocará tu dinero».
Daniel añadió más fuerte: “Debería estar agradecida de que le haya dado algo para empezar”.
Entonces llegó el golpe de gracia: su madre, Marilyn, frunció los labios en amarga desaprobación. «Grace», susurró, «nunca valiste nada».
No parpadeé. No reaccioné. Simplemente mantuve las manos en mi bolso y esperé.
Cuando el juez tomó asiento, Daniel se desplomó de nuevo como si ya hubiera ganado. Creía que sus cuentas en el extranjero estaban ocultas. Creía que el dinero que le había pasado a Lana era invisible. Creía que la empresa fantasma que había creado era su arma secreta.
Estaba equivocado en todos los aspectos.
El juez abrió mi carta sellada, levantó las cejas y leyó.
Diez segundos.
Veinte.
Treinta.