—Eres un viejo fracasado —dijo el director con una sonrisa torcida al anunciar mi despido. No tenía ni idea de que, esa misma noche, tenía una reunión con el dueño de toda su empresa…

“Eres un viejo fracasado”, sonrió el director con una mueca al anunciar mi despido. No tenía ni idea de que, esa misma noche, tenía una reunión con el dueño de toda su empresa…
“Nos vemos obligados a despedirla, Sra. Irina Domínguez”.

La voz de Francisco Lérida, el director general, era untuosa, casi dulce.

Estaba recostado en su sillón de cuero y jugueteaba distraídamente con un bolígrafo caro, como si fuera la batuta de un director de orquesta.

“¿El motivo?”, pregunté con calma, sin dejar traslucir mi agitación, aunque por dentro sentía un frío nudo en el pecho.

Quince años en esta empresa. Quince años de informes, proyectos, noches de insomnio. Completamente solo con una sola frase.

“Optimización de personal”, sonrió, como si me hubiera tocado la lotería.

“Necesitamos gente nueva, nuevos retos. Lo entiendes, ¿verdad?”.

Lo entendí. Ya había visto a esa “sangre nueva”: la sobrina de su esposa, una joven inexperta incapaz de hilvanar dos frases.

“Entiendo que mi departamento tiene los mejores resultados de toda la sucursal”, respondí con firmeza, mirándolo fijamente a los ojos.

Su sonrisa se quebró y se volvió aguda. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y se inclinó hacia delante, bajando la voz hasta convertirla en un susurro conspirador.

“¿Resultados? Sra. Domínguez, seamos realistas. Usted es cosa del pasado. De la vieja guardia. Es hora de que cuide de sus nietos, no de gestionar archivos”.

Hizo una pausa, saboreando sus propias palabras.

“Se ha convertido en una mujer cansada, una fracasada que se aferra a su silla. Y esta empresa necesita energía, no sombras del pasado”.

Eso era. Se había dicho. No “empleado veterano”, ni “trabajador de toda la vida”. Simple y brutal: un viejo fracasado.

Me puse de pie en silencio. No tenía sentido humillarme ni discutir. La decisión estaba tomada.

“Tus documentos y la liquidación los gestionará el departamento de contabilidad”, dijo por encima del hombro.

Recogí mis cosas del escritorio bajo la mirada comprensiva de mis compañeros. Nadie se atrevió a acercarse. El miedo a Lérida era más fuerte que cualquier amistad de oficina.

Metí en una caja una foto de mi hijo, mi taza favorita y algunas revistas especializadas. Cada objeto era como un ancla arrancada de mi vida.

Al salir por las puertas de cristal del edificio corporativo en Madrid, respiré hondo el frío aire nocturno. No había lágrimas ni desesperación. Solo un vacío rotundo y una furia fría y lúcida.

Saqué mi teléfono. Un mensaje me esperaba en la pantalla:

“¿Sigue todo en orden para esta noche? Te veo a las 19:00 en nuestro restaurante. — Diego Álvarez.”

Lérida no sabía nada. Esa noche tenía una cita con el dueño de toda su empresa. Y esa noche lo cambiaría todo por completo…
El restaurante “El Cisne”, en el centro de Madrid, estaba iluminado con una luz cálida, acompañada del elegante murmullo de la conversación. Los camareros se movían en silencio, como sombras bien ensayadas. Me miré una vez más en el espejo del vestíbulo antes de entrar. Ya no era la mujer humillada que había sido despedida esa mañana, sino una mujer segura de sí misma, con un vestido azul marino y un cenador claro y frío.

 

 

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