Cuando tenía setenta y dos años, gané 233.457.612 dólares en la lotería estatal, el mayor premio que jamás había visto nuestro pequeño pueblo. Y no se lo conté a nadie.
Ni un alma. Ni mi hijo. Ni mi hija. Ni mis amigos de la iglesia.
Tras años de haber sido olvidada en silencio, necesitaba ver quién todavía se preocupaba por mí, no por mi dinero, sino por mí.
Vivía sola en la misma casita blanca que mi marido, Frank, había construido hacía cincuenta años. La pintura se desconchaba, el porche crujía, pero era mi hogar. Frank llevaba casi una década fuera, y aunque me mantenía ocupada, el silencio entre esas paredes a veces se sentía tan denso que parecía querer engullirme.
Con el paso de los años, mis hijos me llamaban cada vez menos. David, mi hijo, era un contable de éxito en otro estado. Mi hija, Anna, tenía su propia familia y sus propios problemas. Sus llamadas se convirtieron en breves mensajes de apoyo —«Te quiero, mamá, hablamos pronto»— y luego semanas de silencio.
Aun así, me convencí de que me querían a su manera. No quería creer lo contrario.
Un miércoles por la mañana, después de recoger el correo, me detuve en la gasolinera de la esquina de Pine Street y Maple Avenue, la misma a la que iba desde hacía años. Compré algunas cosas y, por costumbre, un boleto de lotería. Siempre elegía los mismos números: el cumpleaños de Frank, nuestro aniversario y el día en que nació nuestro primer nieto.
Dos días después, estaba sentada a la mesa de la cocina con mi café, revisé las cifras en el periódico… y me quedé paralizada.
Todos coincidían.
Parpadeé, me froté los ojos, volví a comprobarlo. Luego conduje directamente de regreso a la gasolinera y le pedí al empleado que lo escaneara.
Lo hizo, y su rostro palideció.
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