Pasaron los meses, y lo que comenzó como una incómoda coincidencia se convirtió en una historia inesperadamente hermosa. La relación entre Ricardo y yo, Sofía, fue evolucionando. Ya no era solo jefe y empleada. Había una conexión más profunda, tejida por la honestidad, la empatía y, sobre todo, el amor compartido por dos niños que, sin saberlo, se habían convertido en el puente entre nuestras vidas.
Mateo y Diego eran inseparables. A veces los veía riendo juntos, hablando en secreto, como si fueran dos partes de un mismo alma. Aunque nunca les dijimos nada concreto, era como si lo supieran, como si sus corazones intuyeran un lazo invisible que los unía más allá de las palabras.
Un día, mientras les preparaba la merienda, los escuché hablar:
—Diego, ¿crees que algún día vivamos todos juntos? —preguntó Mateo.
—¿Como una familia? —respondió Diego, sonriendo—. Yo creo que ya lo somos.
Me quedé congelada en la cocina, conmovida hasta lo más profundo. Porque esa simple frase, dicha con la inocencia de un niño, era exactamente lo que yo sentía. A pesar de los miedos, del pasado complicado, de los secretos… nos habíamos convertido en una familia.
Ricardo también empezó a mostrarse diferente. Ya no era solo el jefe firme y distante. Venía a casa con más frecuencia, cocinaba con los niños, y algunas noches incluso se quedaba a cenar con nosotros, como si esa rutina le diera paz. Una noche, mientras recogíamos los platos, se detuvo y me miró fijamente.
—Sofía… he estado pensando mucho.
—¿Sobre qué? —pregunté, con el corazón acelerado.
—Sobre nosotros. Sobre los niños. Sobre cómo, a pesar de todo lo que pasó… tú has sido capaz de perdonar, de comprender, de abrazar esta nueva realidad sin juzgar.
Bajé la mirada, sintiendo que mis emociones me desbordaban.