La boda continuó, pero el brillo se había desvanecido.
Los invitados susurraban tras las servilletas. Bianca se negó a tomar fotos de la boda. Y Brandon permaneció sentado en silencio, atónito, mirando una foto que alguien había tomado: Lily, de la mano de Hannah, sonriendo como una niña que no tenía ni idea de que acababa de revolucionar el mundo de un millonario.
Más tarde esa semana, Brandon intentó comunicarse.
Envió flores. Regalos. Dejó mensajes de voz.
Hannah los ignoró a todos.
Se presentó en su pequeña casa de Pasadena, vestido con una chaqueta sencilla, sin acompañante. Lily abrió la puerta.
Lily tiró del vestido de Hannah. “Mami, ¿podemos irnos ya?”
—Sí, cariño —dijo Hannah con voz suave.
Se volvió hacia Brandon por última vez. «No iba a decir nada. Pero querías cerrar el tema. Así que aquí está».
Hannah apareció en la puerta.
—No quiero tu dinero —dijo con firmeza—. Lily está a salvo. Querida. Feliz.
—Quiero conocerla —susurró Brandon—. Por favor.
Ella estudió su rostro. «Ya no se trata de lo que tú quieras. Se trata de lo que es mejor para ella. Y ahora mismo, no necesita confusión. Necesita consistencia. Estabilidad».
Brandon asintió y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Esperaré —dijo—. Lo que sea necesario.
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