
La esposa murió de un infarto, y en medio del funeral el marido olvidó su teléfono en el ataúd… pero a medianoche, ocurrió lo impensable.
Miró a su alrededor, a la sala vacía, la vela parpadeante en el altar. Su hija dormía en el dormitorio. ¿Quién lo pudo haber hecho? ¿Su cuñado? ¿Un pariente codicioso de la herencia?
Entonces llegó otro mensaje:
“Abre el cajón de madera… lo entenderás”.
Corrió al armario donde guardaba documentos. Abrió el cajón con manos temblorosas. Bajo unos papeles, encontró un frasco de pastillas, con la etiqueta arrancada, y solo unas pocas pastillas blancas dentro.
Recordó la noche anterior: la prima de su esposa le había traído un vaso de leche caliente. Se lo bebió… y menos de una hora después, comenzó la crisis que acabó con su vida.
El hombre se desplomó, empapado en sudor. Un último mensaje se leía en la pantalla:
“Cuida de nuestra hija. No dejes que sea la siguiente”.
Se arrodilló en el suelo, agarrando el teléfono, con lágrimas desbordantes. Afuera, el viento silbaba por las rendijas de la ventana, y la llama de la vela parpadeaba como si alguien invisible estuviera allí.
En lo más profundo de su corazón, sabía que su esposa lo guiaba desde el más allá.
Al amanecer, llevó el frasco y el teléfono con los mensajes a la policía. La investigación reveló la verdad: el primo de su esposa lo había tramado todo por codicia de la herencia.
El día del juicio, se encontraba con su hija en la entrada del juzgado. El cielo estaba azul, con nubes blancas flotando suavemente, como si alguien les sonriera desde arriba.
Susurró al viento:
“Criaré a nuestra hija, haré el resto del camino por ti”.
Y en su corazón, escuchó su voz, clara y amorosa:
“Sigo aquí, para siempre”.