En el trabajo, se entregó más que nunca. Sus colegas la admiraban por su fuerza, sin imaginar la tormenta que había pasado. Los proyectos le daban un propósito, una razón para levantarse cada mañana. Y cada vez que alguien reconocía su talento, Mariana sentía que recuperaba una parte de sí misma que Ricardo nunca había logrado destruir.
Tres meses después, estaba diferente. Sus ojos, aunque aún con cicatrices invisibles, brillaban con una nueva luz. Había adelgazado un poco, pero su porte era más firme, más seguro. Se había apuntado a clases de yoga y retomado la pintura, una pasión que había abandonado por años.
Una tarde, mientras pintaba frente a la ventana abierta, escuchó la lluvia caer. Esa misma lluvia que antes había acompañado su dolor ahora le parecía un renacimiento. Sonrió por primera vez sin sentir el peso del pasado.
No fue hasta entonces cuando Ricardo intentó volver.
Una noche, apareció frente a su casa, empapado por la lluvia, con los ojos rojos y una voz quebrada.
—“Mariana… me equivoqué. Perdóname. No puedo vivir sin ti.”
Mariana lo miró largo y tendido desde la puerta. Ya no lloraba, ya no temblaba. Su voz fue firme, serena, cortante como una espada:
—“Yo sí puedo vivir sin ti, Ricardo. Y lo estoy haciendo mejor que nunca.”
Cerró la puerta.
Y con ese golpe seco, cerró también un capítulo de su vida.
Meses más tarde, Mariana viajó de nuevo, esta vez a Guadalajara, para presentar un proyecto. Allí, en una conferencia, conoció a personas nuevas: colegas, amigos, gente con sueños como los suyos. Y entre ellos, alguien que la miró no con deseo de poseerla, sino con respeto, con admiración genuina.
No era el inicio de un romance inmediato —Mariana aún no lo buscaba—, pero sí el inicio de algo mucho más grande: su renacimiento como mujer libre, fuerte y consciente de su propio valor.