La felicidad inesperada de Rakhmat

En aquel pueblito enclavado en el límite de la geografía, como la última mota de polvo en un mapa, el tiempo fluía no por el reloj, sino por las estaciones. Se congelaba en los crudos inviernos, se descongelaba con un chapoteo en el deshielo primaveral, dormitaba sofocante en el verano y se entristecía con las húmedas lluvias del otoño. Y en ese lento y viscoso fluir, la vida de Lyudmila, a quien todos llamaban simplemente Lucy, se ahogaba.

Lucy tenía treinta años, y toda su vida parecía irremediablemente atrapada en el atolladero de su propio cuerpo. Pesaba ciento veinte kilos, y esto no era solo peso, sino toda una fortaleza erigida entre ella y el mundo. Una fortaleza de carne, fatiga y silenciosa desesperación. Sospechaba que la raíz del mal estaba en algún lugar de su interior, algún tipo de colapso, enfermedad, trastorno metabólico, pero acudir a especialistas en provincias era impensable: lejano, humillantemente caro y, al parecer, inútil.

Trabajaba como niñera en la guardería municipal “Kolokolchik”. Sus días estaban llenos de olor a talco para bebés, gachas hervidas y suelos eternamente mojados. Sus manos grandes e increíblemente tiernas sabían cómo consolar a un bebé lloroso, hacer con destreza una docena de camas y limpiar un charco sin que el niño se sintiera culpable. Los niños la adoraban, se sentían atraídos por su dulzura y su cariño sereno. Pero la silenciosa alegría en los ojos de los niños de tres años era un pequeño precio a pagar por la soledad que la aguardaba fuera de las puertas de la guardería.

Lyudmila vivía en un viejo barracón de ocho apartamentos, vestigio de una gloriosa época soviética. La casa estaba en las últimas, sus vigas crujían por la noche y temía los fuertes vientos. Hacía dos años, su madre la había abandonado para siempre: una mujer silenciosa y agotada que había enterrado todos sus sueños entre las paredes de este mismo edificio de la época de Jruschov. Lyusya no recordaba en absoluto a su padre; había desaparecido de su vida hacía mucho tiempo, dejando solo un vacío polvoriento y una vieja fotografía.

Su vida era dura. Agua fría, tintineando en chorros oxidados del grifo, el único retrete exterior, que parecía una cueva de hielo en invierno, y un calor sofocante en verano en las habitaciones. Pero la principal tirana era la estufa. En invierno, devoraba vorazmente dos camiones llenos de leña, succionando hasta el último jugo de su modesto salario. Lyusya pasaba largas tardes mirando el fuego tras la puerta de hierro fundido, y parecía que la estufa devoraba no solo la leña, sino también sus años, su fuerza, su futuro, convirtiéndolo todo en fría ceniza.

Y entonces, una noche, cuando el crepúsculo inundaba su habitación de una melancolía gris, ocurrió un milagro. No ruidoso ni pomposo, sino silencioso, arrastrando los pies, como las zapatillas de su vecina Nadezhda, que de repente llamó a su puerta.

Nadezhda, conserje del hospital local, una mujer con el rostro surcado por las arrugas de la preocupación, sostenía dos billetes nuevos en sus manos.

“Lucy, perdóname, por Dios. Toma. Dos mil. No me lloraron, perdóname”, murmuró, entregándole el dinero a Lucy.

Lucy solo miró sorprendida el dinero, la deuda que mentalmente había descartado como una pérdida hacía dos años.

“Vamos, Nadezhda… No deberías haberte preocupado”.

 

 

 

 

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