
La nueva empleada de la oficina fue objeto de burlas. Pero cuando llegó al banquete con su esposo, los compañeros renunciaron.
“¿Soy una criada?” —preguntó con calma, pero con tanta fuerza que Vera se quedó atónita por un momento—. Tengo mi propio trabajo. Y créeme, es más importante que tu café.
Vera respondió con una risita maliciosa, con una sonrisa burlona en los labios como si acabara de oír un chiste a costa de Yulia. Pero en sus ojos, un destello de ira brilló; era evidente que no estaba acostumbrada a que nadie se le plantara. En ese instante, Yulia se dio cuenta de algo importante: una batalla silenciosa acababa de comenzar.
Más tarde, Olga la invitó a almorzar. Era cálida y genuina, con amabilidad en la voz, pero sus ojos contaban otra historia. Había dolor, una pena silenciosa, como si ella también hubiera pasado por sus propias dificultades.
—¿Nadie te habló del almuerzo? —preguntó con una sonrisa—. No me extraña. Aquí a pocos les importan los recién llegados.
—Para ser honesta, ni siquiera me di cuenta de cómo pasó el tiempo —admitió Yulia, cerrando el ordenador.
Bajaron a la cafetería y, de camino, Olga habló sobre la distribución de las oficinas, las normas, la gente. Pero Yulia no recordaba casi nada; su mente estaba ocupada con otras cosas. Al regresar, vieron a Vera e Inna alejarse bruscamente de su espacio de trabajo, como si las hubieran pillado haciendo algo prohibido.
“Bueno, ahí va”, pensó Yulia. “No soy alguien a quien se pueda doblegar”.
Por la noche, fue la última en irse. La oficina se vació, pero quedó un rastro pegajoso, no solo de cansancio. Vera e Inna…